Esos altares armables que aún existen

Cultura - Lunes, 08 / Dic / 2003
 
(La Paz - La Razón)
Bolivia.com
Mulas llevaban pesadas petacas de cuero en el siglo XV. Allá iba todo lo necesario para que los sacerdotes pudieran oficiar misa.

Parado ahí, de espaldas a la comunidad, el sacerdote alzaba las manos y daba comienzo a la eucaristía. Hablaba en latín, pausado, sin mirar al público y sólo giraba la cabeza para decir frases como “e quom spiritu tuo” (sea con ustedes el espíritu). Después, volvía a su rutina en otro idioma. En ese tiempo, los hombres de Dios recién habían llegado al nuevo mundo.
Después de que Cristóbal Colón buscó un camino hacia la India y se topó con América, la corona española estuvo en un dilema. Los indios no eran “gente capaz de juicio natural para recibir la fe ni las otras virtudes de crianza necesarias para su conversión y salvación”. Aquella afirmación, del obispo de Ávila en 1516, generó rajaduras en la todopoderosa Iglesia Católica. Quince años después, el dominico fray Domingo de Betanzos calificó de “brutos” a los indígenas. Luego, fue en México, en el año 1546, donde los franciscanos y otros sacerdotes echaron el grito al cielo y reconocieron la racionalidad de los colonos. Aquella declaración traía consigo una clara consigna: conseguir, a como dé lugar, catequizar al nuevo mundo.

Diferencias celestiales
Parado ahí, el cura tenía en los ojos el cielo, el horizonte o la figura de algún santo. Es que nunca daba la eucaristía de cara a la gente. “Antes, la Iglesia tenía sus reglamentos más estrictos. No se podía prescindir de ciertos elementos para dar una misa”, relata sobre el asunto el jesuita Carlos Hugo Flores. Aclara: “Ahora es diferente”. Según el jesuita, la palabra de Dios en la actualidad se la brinda con una gama mayor de libertades. El concilio Vaticano Segundo —realizado entre 1962 y 1965— incorporó el término “aggiornamiento” para tratar de introducir a la Iglesia en el mundo moderno. Así se le dijo por fin vale —adiós en latín— al idioma obligatorio de la primera etapa de la Iglesia en América.
Mientras, en La Paz, son las once de la mañana en la iglesia de San Francisco. El sol penetra por los vitrales y los asistentes se ponen de pie. El padre Francisco Cuevas camina lentamente, sin prisa. Sus pasos lo trasladan hasta el altar. Inclina la rodilla derecha y se persigna ante el retablo mayor de la capilla. Después, sigue hacia la mesa donde están el cáliz y la Biblia y desde allí, ayudado por el micrófono, saluda firme a su congregación: “Buenos días hermanos”... pero en el siglo XV aquello hubiera sido realmente imposible...
Un pan de oro
Durante el siglo XV, la palabra del Señor iba encima de las mulas. Sobre estos animales, los misioneros llevaban las petacas, maletas elaboradas en cuero de vaca donde los hombres de Dios guardaban todos los elementos necesarios para poder oficiar las misas.
Carlos Flores recuerda que la Iglesia era muy exigente entonces. Cuenta que el ara se constituía en parte fundamental de la celebración. Consistía en una piedra de mármol en la cual se incrustaba un pedazo de ropa o algún objeto que hubiera pertenecido a algún santo. El ara se situaba en el centro de la mesa, en el lugar donde se consagraban la hostia y el vino, para después extenderse un mantel y celebrar así la eucaristía encima.
Cual monje antiguo, vestido de café, el párroco Francisco, rector de la parroquia San Francisco, también rememora el pasado de la Iglesia. “Las misiones llegaron junto con la colonia en la época de la cruz y la espada”. Entre las frías piedras de la basílica de San Francisco, el sacerdote habla de la primera iglesia que arribó a América. Comenta de las bestias que transportaban a los religiosos y de los precios de la catequesis en el nuevo continente. “Hacían meses de caminata. A veces recorrían hasta un año para llegar de un lugar a otro a evangelizar”. Para él, los primeros misioneros eran “valientes, intrépidos y sacrificados”.
Luego, con el semblante entristecido, admite que muchos han ofrendado sus vidas al no ser comprendidos por los lugareños, quienes los veían como simples extraños y no como representantes de Dios. Los primeros misioneros que llegaron, después de que Colón le marcó el camino a la corona española, debían recorrer territorios vírgenes a lomo de mula y lo primero que ponían sobre los animales eran las petacas. En la actualidad, en la iglesia de San Francisco quedan algunas petacas que datan de la época colonial. Son de diferentes tamaños y, en un par de casos, contienen los mismos elemen- tos que se usaban en el siglo XV.
Allá se acomodaban uno a uno el alba (vestidura litúrgica de color blanco), la casulla (pieza alargada con abertura en el centro para ser empleada por el sacerdote), el cáliz, la patena (platillo que lleva la hostia), el copón (cáliz con tapa donde se vierten las hostias consagradas), el misal (libro con las orientaciones para realizar eucaristías), el atril (un pequeño mueble para sostener el misal) y el leccionario con las lecturas diarias.
De espaldas a la comunidad, los sacerdotes daban así sus misas mirando el cielo; pero no siempre era de igual forma. “Para hacer una relación entre la imagen y la palabra, se utilizaban retablitos dedicados a ciertos patronos que dominaban la región. Esto era para que la gente se diera cuenta más por lo que ve que por lo que oye”, cuenta Iván Aguilera, restaurador potosino. Los retablos son columnas doradas que adornan el espacio en el cual existe la figura de un santo o una virgen. “Antes se trasladaban retablos con dimensiones pequeñas a los pueblos”, afirma Aguilera. En las primeras ciudades colonizadas se construían con pan de oro, que eran láminas de ese metal precioso. Para los religiosos, los retablos simbolizan la entrada al paraíso, los caminos que deben recorrer los católicos antes de entrar al cielo. Por eso es que el material en el que los construían implicaba mucha riqueza.
Estos caminos dorados también se trasladaban a lomo de mula. Eran pequeños y desmontables, “como rompecabezas”, aclara el restaurador mientras separa una columna de madera de retablo colonial que fue recuperada por los franciscanos. “Los primeros retablos no eran dorados en su totalidad, más bien, eran columnas policromadas con motivos florales y diferentes imágenes del pensamiento europeo que, poco a poco, se fueron implantando”.

La recuperación
Con el tiempo, los retablos permanecieron en el sitio al cual llegaron. Después, en esos lugares se construyeron iglesias y terminaron empolvándose. Sin embargo, hace una década que los franciscanos están empeñados en recuperarlos, al igual que los altares portátiles. Es una parte de su historia, porque con retablos desmontables y altares armables los misioneros que llegaron al país hicieron todo lo posible para que 500 años después el padre Francisco se pare de frente a su comunidad y trace con la mano la señal de la cruz. Y es que los primeros jesuitas y franciscanos que arribaron a esta parte del mundo dieron la vida para que ahora los católicos le respondan al padre Francisco: “Demos gracias al Señor nuestro Dios”.
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