La catedral de cochabamba

Martes, 30 / Mar / 2004
 
(La Paz - La Razón)
Bolivia.com

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Si bien hacia 1605 el maestro carpintero Sebastián Montes empezó a levantar la capilla mayor, un hombre tuvo que financiar el acabado de su bolsillo en 1935. No se conoce el nombre del constructor.

Refunfuña mientras se prende con fuerza del brazo de su madre y, de tanto en tanto, sacude la melena recién cortada para hacer más evidente su negativa. “Tienes que dejarte Marcelito, es por tu bien”, le dice su joven madre mientras espera pacientemente a que se la convoque.

Con cada movimiento del niño de cinco años, la vieja silla en la que está sentado, de la hilera de sillas adosadas a la pared, cruje y hasta parece que las patas van a ceder. “¡Quieto Marcelito!”, insiste la madre. El ruido del crujir de sillas crece y se pierde muy arriba en la bóveda que Marcelito mira de tanto en tanto con la admiración pintada en el rostro.

El sacristán la llama. Marcelito, prendido a la falda de su progenitora, arrastra los pies y se queda detrás mientras ella explica el problema. Es muy revoltoso y se ha portado muy mal en el kinder, lugar al que no quiere ir porque no le gusta la profesora ni los amigos.
“Tal vez, con un poco de agua bendita se le vayan los demonios a Marcelito y deje de hacer sufrir a la familia (compuesta toda de adultos)”, dice mientras hala al niño delante del anciano sacerdote.
Con los ojos muy abiertos, el pequeño sigue con la vista los movimientos del sacerdote, que lentamente se pone la estola blanca sobre los hombros y musita una oración, moja la mano en el agua de un tacho de plástico rojo, que funge de fuente, hace el signo de la cruz en la frente y golpea suavemente la estola contra la cabeza del muchacho, que esta vez sí cierra muy fuerte los ojos. La mamá fuerza la mano del pequeño y la mete también en el cubo de agua para luego hacerle persignar. Sorprendido y asustado, con rostro de culpable, Marcelo y su mamá, ahora con semblante tranquilo, salen de la sacristía de la Catedral de la ciudad de Cochabamba.

Si el mismo edificio es un lugar de referencia en la ciudad, la sacristía es un punto de encuentro de fieles y de mucha actividad a lo largo del día. Está situada a un costado del altar mayor y tiene una puerta muy pequeña que lleva directamente a la plaza, que contrasta con los enormes arcos y las paredes gruesas con base de piedra barnizada, que la ocultan de la nave principal. Pequeñas puertas en madera labrada esconden estanterías de archivos y legajos en una de las paredes. En una esquina, se cobija una enorme silla. Un poco más allá, delante de un largo

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mesón de madera, un sacerdote se quita la casulla y todos los aditamentos que utiliza para celebrar la misa. Otro empieza a vestirse para la próxima misa.

Unas mujeres entran a la sacristía con floreros y preguntan dónde hay agua para cambiar. Una de ellas saca el agua bendita del tacho de plástico y arregla rápidamente las flores para llevarlas a un altar.
El ecónomo, detrás de una mesa pequeña, atiende a los fieles que contratan misas. “De lo que ingresa, tienes que guardar la mitad para los gastos y la otra mitad se la entregas al padre”, explica el sacristán al nuevo ecónomo que le sucederá en esas funciones tras la renuncia del vicario Wálter Rosales.
Otro sacristán entra de prisa para pedir agua. Le alcanzan una jarra de cristal con agua del grifo y un clavel rojo. Se recoge el batón blanco que viste y en dos saltos gana las gradas y vuelve ante el altar para echar la bendición a los fieles que asisten a la misa.

En la nave principal de la Catedral todo es silencio reverente. Unas cuantas bancas están ocupadas por fieles. A los costados, en las naves laterales, frente a otros altares auxiliares los devotos rezan ante vistosas imágenes de yeso o madera. Contrasta el fervor y el ruego en la mirada de los seres humanos que se empeñan en hablar y rogar a bustos artísticamente pintados, con ojos que no ven y oídos que no oyen, en un acto que se explica solamente por la fe que perdura en los siglos.

Sin constructor conocido
La portada catedralicia barroca de tres cuerpos, con columnas salomónicas que franquean la puerta principal, sobre la calle Esteban Arze, fue levantada hacia 1735. Se conoce el nombre del financiador, el rector y vicario de la Iglesia Matriz, don Francisco de Urquiza, pero no el del constructor de este edificio que, con algunas ampliaciones, reformas y refacciones, la última en 1999, se mantiene hasta el presente.

Hacia 1605, según los datos históricos reunidos para Escape por el arquitecto Carlos Lavayén, el maestro carpintero Sebastián Montes —que había participado en la construcción de la primitiva iglesia de San Agustín, hoy teatro Achá— empezó a levantar la capilla mayor, obra que, sin embargo, quedó inconclusa y con el riesgo de caerse, por lo que en 1619 el Cabildo, Justicia y Regimiento de la Villa de Oropeza llamó al arquitecto Juan de Canedo para que calce los muros de la capilla mayor y de la nave, pero sus exigencias (60 mil pesos, un entierro de altura, un asiento en la Iglesia y un predio en la Villa) determinaron que se llamara a Domingo

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del Bazo, que concluyó las obras hacia 1630.

En el año 1701 comenzaba la construcción de la iglesia Matriz, actual Catedral. “Si bien no se conoce quién fue el autor, se sabe documentalmente que las obras estaban avanzadas en 1703, pero aparentemente no fueron concluidas o entraron en ruinas”, ante lo cual, en 1735 Urquiza financió con dinero de su bolsillo. Testimonio de ello es el retrato de Urquiza —que se encuentra en la estrecha galería del piso alto, que se accede por las escaleras de la sacristía—, en el que se destaca la maqueta de la Iglesia “que mantiene la nave central única, dos capillas laterales conformando una cruz latina con cúpula en el crucero”, en descripción de Lavayén.

El prelado doméstico del papa, José María Yáñez de Montenegro, fundó la diócesis de Cochabamba el 11 de enero de 1849, según el retrato de este hombre que preside la pequeña y estrecha galería del piso alto. Con la nueva diócesis se elevó el rango de la iglesia Matriz que pasó a ser la Catedral.
El dean Aniceto Alba Vallejo se encargó en las primeras décadas del siglo XX de la transformación de la iglesia, “de una sola nave a otra basilical de tres, para lo que se añadieron dos naves laterales y se suprimió una antigua portada que daba a la Plaza de Armas”. Posteriormente se completó la construcción de las arcadas, que caracterizan los cuatro costados de la plaza 14 de Septiembre.

La última refacción puso al descubierto la riqueza de la portada y aseguró la permanencia de la bóveda de la nave principal con un alarde de arquitectura. “Hemos colocado una cáscara de hormigón armado encima de la bóveda para asegurar, con enormes pernos de acero, la estructura original que tenía una fisura y amenazaba con ceder”, explicó el arquitecto Mario Moscoso, quien se encargó de remozar la Catedral hace cinco años. El hormigón armado fue revestido con la teja original y pareciera que nada hubiese pasado por dentro ni por fuera. Los pisos de ladrillo fueron nivelados para revestirlos de azulejo y los enormes pilares calzados con piedra vista. Por dentro, el ojo especializado advierte la permanencia armónica de dos estilos en la bóveda y los arcos y, en la torre que tiene una historia propia escrita en sus paredes, que fueron mudos testigos de aquellos que se escondían debajo de las campanas para salvar sus vidas.

Asegurarse el cielo
Los primeros españoles que después fallecieron en el valle buscaron en vida ser enterrados en la iglesia. Aunque no existe una explicación clara, supuestamente era una

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forma de asegurarse el cielo o una aproximación al mismo. También se cree que, muy cerca de la iglesia Matriz, existía un pequeño cementerio donde se enterraron, presuntamente, los cuerpos de héroes anónimos que pelearon en la batalla de San Sebastián por la independencia del yugo español.
Durante las obras de refacción, el arquitecto Moscoso descubrió osamentas que podrían corresponder a ese tiempo.

Actualmente se encuentran en una bóveda especial debajo del altar mayor. Detrás de éste se levanta un pequeño monumento donde se guardan los restos de Esteban Arze, trasladados desde Santa Cruz para reposar en la iglesia mayor.
Los enormes pilares sobre los que descansa la bóveda principal guardan también los restos de cuatro ciudadanos: Francisco María del Granado, tercer obispo de Cochabamba, quien, según cuentan el vicario Wálter Rosales y el arquitecto Moscoso, permanece casi intacto, “sentadito en su silla, con su báculo y el anillo obispal en uno de sus dedos” detrás de la lápida que lleva su nombre y la fecha de su muerte, el 25 de septiembre de 1895. Ambos lo observaron cuando taladraron un pequeño orificio y optaron por volver a cerrar y conservarlo igual.

Un año después, en marzo de 1896, murió el dean y obispo electo de la diócesis, Ángel María Zalles, que se conserva en una urna de cristal. En la parte posterior del pilar está enterrado el cuarto obispo, don Jacinto Anaya, desde el 15 de diciembre de 1915. Los restos del dean del coro catedralicio Aniceto Alba Vallejo, que construyó las naves laterales de la Catedral a comienzos del siglo XX, reposan también en uno de los pilares.

Las obras permitieron también desvirtuar los viejos mitos de túneles secretos, “que yo ya sabía desde que era escolino y siempre tenía curiosidad de verlos y recorrerlos, pero no los hallé, no los hallamos a pesar de que buscamos”, aseguró el vicario Wálter Rosales.
De nuevo en la sacristía, todo es movimiento. Algunos fieles aún desean unas palabras en privado y esperan al sacerdote. Otros, apurados, irrumpen diálogos para expresar su afecto, como una dama que se abre paso para preguntar: “Amorcito, ¿estás mejor?” a uno de los religiosos que se apresta a celebrar misa y le besa las manos, tras lo cual comenta: “Tienes las manos muy frías”.

El anciano sacerdote asiente con la mirada y le sonríe sin decir palabra. El sacristán entra corriendo para contestar el teléfono, un viejo Ericcson negro escondido en la estantería, mientras una pareja busca al ecónomo con el fin de contratar una misa...
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