Gallos, peleas y milagros

Jueves, 17 / Nov / 2005
 
(La Paz - La Razón)

Un gallo casi santo, otro que venció al del narcotraficante Roberto Suárez... estos y otros relatos se agolpan en cada campeonato en torno al palenque de Coroico.

Soy gallero enamorado/ parrandero y mujeriego/con pinta de un verdadero caballero/ Mi gallo es de canto corto y ante él me siento tan feliz/ cual si tuviera entre mis manos/ una hermosa flor de Lis /Sé que mi gallo va a defender en el centro del palenque el honor de su dueño/un verdadero coroiqueño. “Esa es mi inspiración, joven”, culmina con emoción la lectura de su composición don Isaías Mattaz, cobijado por los retratos de imponentes gallos que cuelgan de las descascaradas paredes de su sala. Y, mientras agarra el amarillento papel que cobija la letra de su cueca, el gallero retorna a una vieja caja que resguarda sus objetos más preciados, relacionados todos con sus vivencias como criador de gallos, oficio que este octogenario coroiqueño inició cuando contaba con 10 años.

De esta forma, desde niño, su vida ha sido siempre la de un auténtico gallero. Su pasión se resume en mil historias, relatos de grandes riñas, gallos milagrosos y apuestas más que sorprendentes. Y es que Isaías ha sido testigo de algunas vivencias que rompieron los límites de lo imaginable. Así es cuando uno ama a los gallos, pues la pasión por ellos va más allá que los problemas, las críticas o la familia.

Y todo gira en torno al palenque, las crónicas amargas y las dulces, los momentos que hacen que uno se estremezca y aquellos otros que llegan a arrancar un mar de lágrimas.

Waca, el gallo milagroso

“¡Alcen gallos! ¡Enojen gallos! ¡Suelten gallos!”, ordena el juez, parapetado detrás de un vetusto mueble que le sirve de plataforma. Inmediatamente, sus inquietos ojos se hunden en el centro del ruedo donde el Osco y el Jiro inician con los estruendosos revoloteos de sus alas una danza macabra en medio de la arena, en la que inevitablemente uno de los dos terminará vencido.

Junto a las manos del árbitro, completan la escena un cronómetro, un par de cigarrillos, un vaso de cerveza bien servido, los 600 bolivianos de la polla —la apuesta en juego— y un público dispuesto.

Con todo listo, comienza la riña anual de gallos de Coroico, que cuenta siempre con la presencia de los más renombrados galleros de la región: La Paz, Caranavi, Río Blanco, Coroico y Alto Beni.

El Osco —los nombres de los gallos, en su mayoría, son determinados por el color de su plumaje (Osco, por oscuro)— representa en la riña a La Paz. Entre tanto, su contrincante, el Jiro, impone desde los primeros compases su carácter local. Y es precisamente la estampa de este fornido animal la que golpea los recuerdos de uno de los espectadores de la pelea, don Tuco, quien lleva grabado en su memoria el nombre del gallo que hace ya un tiempo le salvó la vida.

Para Antonio Figueredo, Tuco, el Jiro tiene la misma impronta que su querido gallo Waca. “Hablar de él —reconoce con cierta nostalgia— es como hacerlo de un hijo que me devolvió a la vida”. Antonio conserva aún las marcas que lo empujan a confesar esto, los rastros de las enfermedades que más de una vez le postraron en cama.

Fue precisamente durante una prolongada estadía en la clínica Copacabana de La Paz, hace unos 10 años y luego de escapar de un prolongado coma, que Figueredo confirmó que el Waca no era un gallo de pelea más: “Era milagroso”.

“Me estaba muriendo y le exigí a mi mujer que me trajera a mi gallo. Estaba prohibido meter animales a la clínica, pero mi esposa lo trajo escondido, envuelto dentro de una canasta. Al verme, el Waca empezó a cantar y, entonces, entendí que todavía iba a seguir viviendo. ¡Me voy a sanar!, grité”, cuenta mientras las lágrimas se dibujan sin orden por sus mejillas.

Pero los milagros del Waca, que durante su vida peleó en todo momento con los cinco sentidos y no perdió ninguna contienda, no hicieron más que comenzar a partir de aquel anecdótico incidente.

“Yo necesitaba someterme a dos operaciones delicadas para salvar mi vida, pero no me alcanzaba mi dinerito. Mi única esperanza era el Waca”, prosigue su relato don Tico.

Así, apoyado por su familia, Figueredo reunió todos los ahorros de una vida y aceptó una riña monumental en Irupana. Para participar había que poner la nada despreciable cantidad de 50.000 bolivianos. Además, el contrincante del Waca era un reconocido gallo de pelea de Javier Cuentas, en ese tiempo alcalde de la localidad.

“Yo apenas caminaba. Fue mi esposa quien llevó los 45.000 bolivianos en una bolsa de plástico y allá mis camaradas aumentaron 5.000 (bolivianos) más”. “Muchos me creyeron loco, pero yo tenía fe en el Waca”. Y el animal no le falló. A los 15 minutos de lucha —las riñas de gallos tienen, normalmente, una duración de 35 minutos—, el Waca se irguió soberbio sobre el cuerpo vencido de su oponente.

Después, la fama del Waca se disparó y pronto las ofertas para comprar el animal llovieron desde todas los rincones del país. La más osada provino de Enrique Torrico, un gallero de Caranavi que tenía la fama de comprar los mejores ejemplares bolivianos para intercambiarlos por oro en el exterior.

“Dos trofeos de oro en forma de espolones de 24 quilates nos ofreció, pero no aceptamos”, narra Juan (20), el hijo de Figueredo, quien asegura con pasión que continuará con la tradición gallera de su padre. Y don Tuco, que cuenta en su casa con todo un criadero de 15 gallos de pelea, suspira aliviado ante semejante declaración de intenciones, pues parece que el relevo generacional está garantizado.

“Ojalá así sea, pero yo sólo quiero encontrarme con mi Waca en la otra vida”, dice, para luego volcar toda su atención al corro reunido alrededor del palenque de Coroico, donde ya se vislumbra ganador.

“¡50 a Caranavi! ¡Quién paga!” surge la inesperada apuesta de uno de los asistentes al ruedo. Su voz, sin embargo, no encuentra eco y su propuesta se pierde en el ambiente. Y es que a 15 minutos desde que se inició la riña, el Jiro ya tiene doblegado al gallo representante de La Paz. No es posible la vuelta atrás.

¡Vamos, hijo! ¡Acogote..., meta fierro, carajo! De nada sirve el inconfundible aliento de Rolando, el dueño del Osco. Exhausto, el castigado animal ataca sólo por puro instinto, a tientas, pues sus dos ojos han sido ya reventados por el Jiro.

“La Paz propone tablas (empate), señor juez”, se escucha una vez más a los 30 minutos la voz de Rolando, quien lo que busca es aminorar el sufrimiento de su gallo, que a pesar de la ceguera se mantiene todavía en pie recibiendo los duros y certeros picotazos del Jiro.

Según las reglas de las riñas, únicamente se declara a un gallo ganador cuando su contrincante se mantiene por un minuto yacente con el pecho en tierra. Si esto no sucede, la pelea debe continuar hasta que se cumplan 35 minutos, cuando el juez declara el empate.

“Coroico acepta tablas”. Surge la esperada respuesta del dueño del Jiro. Entonces, el destino del Osco queda sellado. Y, a pesar de haberse mantenido en pie luchando como un guerrero, Rolando decide por misericordia acabar con él. “Estuviste bien, hijo”, masculla el entrenador, y su navaja traspasa el maltratado pescuezo del animal.

El gallo del narcotraficante

La del Osco y la del Jiro son historias que se vienen repitiendo desde hace años. Y es que las riñas de gallos se iniciaron en Bolivia tras la llegada de los primeros conquistadores españoles, quienes trajeron esa tradición desde Europa. Por aquel entonces, los gallos jugaban por el honor de sus dueños y su dinero en las plazas de los pueblos, donde se formaban grandes círculos humanos para seguir de cerca las pugnas.

En Coroico, las peleas se desarrollaban hace un siglo en la plaza principal, al pie de un árbol de ceibo. Entonces los gallos luchaban con sus cachos originales, y no con los actuales pullones (espuelas artificiales que se colocan en la parte inferior de las piernas de las aves).

Los galleros recorrían los Yungas trasladando a los animales a lomo de bestia. “Eso, por lo menos, es lo que me decían mis abuelos”, cuenta Isaías Mattaz, actual presidente del Club de Gallos Coroico. Mientras, sumamente atento a todo lo que pasa a su alrededor, observa al entrenador de sus animales preparar a su gallo, Jiro, que enseguida peleará contra el representante de la localidad Río Bravo, un lorigado (de varios colores) perteneciente al gallero Luis Zelada.

Y la contienda realmente promete, sobre todo porque Mattaz es considerado por sus pares toda una leyenda viva de la época de oro de las riñas de gallos en Bolivia.

Con todo, su fama no es gratuita. Se forjó cuando en los años 80 consiguió una memorable victoria de la que se habló durante años por todo el país como una gigantesca hazaña. Fue gracias a su gallo el P'isi (por sus ojos verdes), que logró vencer al mejor animal del beniano Roberto Suárez Gómez, uno de los más grandes narcotraficantes que ha conocido Bolivia.

La riña se realizó en un torneo nacional en Caranavi, donde muchos galleros se unieron al experimentado Mattaz para hacer frente a la jugosa apuesta del temido Suárez: 2.000 dólares. Y así, ante un pueblo en el que había una gran expectativa, el beniano llegó al pueblo yungueño acompañado de una gran delegación conformada por sus amigos, guardaespaldas y una banda oriental, recuerda Mattaz.

“El gallo de Suárez tenía 11 peleas ganadas y el mío apenas tres. Por eso, casi todas las apuestas en las graderías corrían para su gallo”.

Pero, a los ocho minutos, el P'isi impuso su habilidad derrotando al imbatible gallo de Suárez, quien, al igual que todos los presentes, quedó sin habla ante aquella victoria.

“Mi primo, que era uno de los pocos que había apostado en las graderías por mi gallo, salió del palenque con una maleta llena de dinero”. Luego del pago de los 2.000 dólares, “Roberto Suárez me ofreció otros 500 dólares si le vendía al P'isi, pero no quise aceptarlos”. Días después, “el gallo se cayó de su jaula y murió”, finaliza el relato don Isaías, envuelto en una tímida sonrisa al ver que su Jiro somete de a poco al representante de Río Bravo.

“¡50 a Coroico!”, se escucha en la gradería. “¡Pago!”, responde desde el otro extremo otro espectador con la mirada muy atenta en la pelea.

Y a los 25 minutos, el animal de Luis Zelada posa su dorado plumaje, teñido en sangre, en la arena del ruedo. Luego, el juez comienza el conteo fatal de los 60 segundos.

Pero, de pronto, el maltrecho animal levanta su cuerpo, más buscando evitar el constante picoteo del Jiro en su rostro herido que por el deseo de continuar la riña.

“Se borra la echada”, anuncia el juez y el reloj continúa su marcha. “¡Acabe, mi hijo! ¿No sabe matar?”, grita el entrenador del Jiro, y su deseo toma forma a un minuto para el final del tiempo reglamentario. El lorigado se precipita una vez más en el piso, manchando durante su caída con su abundante sangre la tela verde que rodea todo el corro. Esta vez, sus desorbitados ojos anuncian su derrota inapelable.

“¡Riña para el parado!”, sentencia el árbitro y, con paso cansino, don Isaías Mattaz se dirige a recolectar su ganancia: 300 bolivianos.

Un sinfín de anécdotas

El intervalo entre una pelea y otra, mientras, acoge un sinfín de escenas. Así, al tiempo que los gallos que entrarán al ruedo son retirados de sus cajas de cartón o jaulas, pesados para hallar contrincante de similares kilos y preparados con los vistosos pullones de metal, los aficionados recuerdan miles de anécdotas entre cerveza y cerveza.

Uno de los que tiene historias como para escribir un libro es David Rojas, ex alcalde de Coroico. “Recuerdo, por ejemplo, a un joven cambita que, hecho al macho, llegó a un palenque en Monteagudo (Chuquisaca), un lugar en el que las apuestas son realmente en serio. Sin experiencia, el muchacho preguntó cuál de los dos gallos en el ruedo era el gallo bueno, para apostar todo su dinero. El tipo que estaba a su lado le mostró cuál era, en su opinión, el bueno. Al final, ese gallo perdió y el joven le recriminó al hombre por el consejo. Pero el otro no tardó en responderle que el gallo que perdió sí que era el bueno, añadiendo a continuación que el otro, sin embargo, era el maldito”.

Aderezando sus palabras con otras anécdotas, Rojas aprovecha también para defender las pugnas de gallos, recordando que la esencia de este animal es la pelea. “Si tú dejas a 15 gallos sueltos en tu patio, cuando vuelvas seguramente encontrarás a casi todos muertos. El combate está en su naturaleza”. Además, “gracias al aficionado se conservan estas razas, a pesar de que es una afición muy costosa con la cual no se puede uno lucrar. Uno pierde demasiado”, concluye.

Y si alguien puede dar fe de pérdidas dolorosas, ése es Miguel Torrico, quien hace unos años tuvo que hacer una dolorosa elección que supuso verdaderamente una dura prueba en la que demostró un amor casi infinito hacia sus gallos.

“Un día mi esposa me dijo: ‘Elige, o los gallos o tu familia’. Yo no dudé ni un segundo..., obviamente elegí los gallos”, afirma sin pestañear un segundo este gallero paceño, que viste una camisa roja con la imagen de un fiero gallo de pelea y el nombre de su gallera: Roland.
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