El perro andino

Actualidad - Viernes, 17 / Feb / 2006
 
(La Paz - La Razón)
Bolivia.com

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Cuatro tipos distintos de canes convivieron en otra época. Hoy, el estudio de ADN de varios perros vivos podría identificar a sus descendientes.

Cerca del año 1896, Posnansky encontró la momia de un perro en una chullpa ubicada en la región orureña de Carangas. Lamentablemente, se desconoce actualmente el paradero de esta pieza. En los años 40, por su parte, Max Portugal, en excavaciones en la zona de Santa Bárbara de la ciudad de La Paz, encontró el esqueleto de un perro junto a los cadáveres de hombres, mujeres y niños. Según el investigador, el descubrimiento correspondía a la época del Incario.

Son sólo dos ejemplos más que evidencian que la relación del hombre y los canes viene desde tiempos lejanos. Según Velia Mendoza, arqueóloga de la Dirección Nacional de Arqueología (DINAR) que ha escrito toda una tesis sobre el perro como legado cultural, ésta se remonta a 100.000 años atrás, cuando el Homo Sapiens apareció en África y se inició, casi de forma simultánea, el proceso que llevó a la formación del Canis familiaris.

“Se produjo en el noroeste de Asia, cuando el tronco común del lobo gris se separó en dos ramas, pues una quedó ligada, por factores ecológicos, a humanos cazadores y recolectores. Seguramente, hubo transformaciones fisiológicas, como el hecho de que dejara de segregar tanta adrenalina, que derivaron en cambios externos e internos”.

¿Pero cuándo llegó el perro hasta Bolivia? “Los primeros antecedentes que se conocen —rescata Velia— corresponden a la cultura Chiripa, y son aproximadamente del 1.500 años a.C. Son dos cráneos: uno es de hembra y otro de macho, lo que en términos rituales puede ser una referencia a la dualidad, tan presente en casi todo lo relacionado con las ceremonias”.

En el resto de Sudamérica, aunque los restos son también escasos, se han encontrado ya varias evidencias de que el perro llegó a nuestro continente hace por lo menos 11.000 años, acompañando a seres humanos. “Y lo hizo ya domesticado, como se ha podido comprobar gracias a los análisis de biología molecular realizados en base a la información del ADN mitocondrial”.

La tipología andina

Como consecuencia de las investigaciones, se ha comprobado, además, que los perros nativos americanos representan una parte insustituible de la historia de la especie, “tan valiosa como la concerniente a los dingos, los canes cantores de Nueva Guinea o cualquier otra de las razas que han hecho de este animal uno de los preferidos por los seres humanos”.

Hoy, sin embargo, la única forma de perro latinoamericano que ha sobrevivido en el tiempo ha sido la del pelón, en parte debido a que no existía el equivalente en el Viejo Mundo, en Europa. Con todo, en Bolivia, la investigadora ha podido categorizar hasta cuatro tipos de perro distintos, que convivieron con el hombre y las principales culturas que hace siglos poblaron este país.

“Analizando los restos óseos —explica—, una de las clases de individuo que he podido identificar ha sido la de los dolicocéfalos: de hocico largo, orejas erguidas, con pelo y de un tamaño más o menos grande. El cronista Bertonio, en un diccionario de su autoría, calificó a estos canes en 1612 como perros pastu. Otra es la de los braquicéfalos: de hocico corto, orejas caídas, también con pelo y pequeños o grandes. A estos animales Bertonio los llamó jinchuliwis. Por otro lado, a unos medianos, con pelo y las patas cortas se les denominaba como ñañus. Finalmente, están los sin pelo, conocidos popularmente como los k’halas. Éstos, como puede observarse en los dibujos de Guamán Poma de Ayala, de 1615, eran enanos”, y han ido evolucionando hasta llegar a nuestros días.

Restos en Bolivia

Para refrendar semejantes aseveraciones están los restos. Y son ya varios los ejemplos que constatan la presencia y la interacción de los perros con el hombre en Bolivia.

Por Posnansky, como antes se indicaba, se tienen los primeros reportes de material arqueológico perteneciente a canes, pero no son los únicos. Así, en 1970 el investigador Gregorio Cordero excavó el patio interior de Kalasasaya, donde encontró una cabeza de perro asociada a restos de camélidos y cerámica clásica de Tiwanaku. Después de ser estudiada, entre tanto, se determinó que el animal vivió ocho años. El doctor Manzanilla, por su parte, en excavaciones en Akapana entre 1988 y 1989 halló un esqueleto, pero incompleto.

“También se cuenta con innumerables representaciones de estos animales en cerámica, lítica y otros materiales —añade Velia—. Al respecto, en Huancarani, en Oruro, se descubrió una interesante figurilla hecha de arcilla que formaba parte del ajuar funerario de unos niños”.

Pero las evidencias más importantes pertenecen a Chiripa, donde se desenterró el esqueleto más completo y mejor conservado de Sudamérica, según la arqueóloga estadounidense Katherine Moore.

“Éste se encontró con las patas cruzadas, en lo que pudo haber sido un entierro ritual en el campo, quizá en busca de que terminara alguna sequía. Y es que los incas, según las crónicas, solían apalear a los perros porque decían que cuando la luna los oía aullar hacía llover”.

El rol de los canes

Con todo, amén del ámbito de las creencias, la vinculación del perro con el hombre ha ido todavía más allá. De esta forma, los canes han jugado también un papel importante como guardianes del hogar o como ayuda en la caza. Sin embargo, no hay indicios de que hayan sido utilizados para la guerra, como ocurrió en otras regiones del mundo tal que Oriente Medio, donde se han encontrado imágenes de mastines enfrentándose con fiereza incluso a varios leones.

En México, entre tanto, existen pruebas del empleo de huesos y pieles de perro para elaborar objetos, “dado que sus pueblos apenas tuvieron contacto con la metalurgia”.

En Sudamérica, pese a todo, el carácter simbólico del perro fue el que predominó durante años. Y lo más común era su presencia en los entierros, “ligados a sacrificios o a modo de acompañantes en el viaje del difunto al más allá”. En relación a sus usos, por otra parte, hay igualmente testimonios que dan fe del consumo de carne de perro como alimento. “Escritos peruanos hablan de éste vinculándolo al culto de deidades particulares”.

Mientras, la relación de los canes con los seres superiores es algo que se puede apreciar en un sinfín de representaciones. Así, como muestra, en un telar Wari-Tiwanaku procedente de Ancón se observa a dos perros junto a cuatro guerreros, encargados de castigar a la gente con granizadas o exceso de lluvias desde enormes cumbres.

Lamentablemente, con la llegada de los españoles al continente todo esto derivó en cambios. Los conquistadores exigieron así el traslado del perro a un espacio puramente terrenal. Aunque les costó generar las transformaciones, pues en el centro de México, a mediados del siglo XVI, existían todavía mercados en los cuales la gente pagaba más por un perro que por una vaca.

Con los años, sin embargo, los españoles se impusieron, precisamente, empleando a los perros europeos como represores. López de Gomara, por ejemplo, narra en sus crónicas las torturas de un tal Leoncico contra los indios, a quienes los “aperreaban” hasta provocar la muerte.

Así, con el paso del tiempo la población autóctona fue abandonando sus animales por perros europeos, por lo que supuestamente se extinguieron las formas nativas.

¿O quizás no? Los resultados de unas muestras de ADN de 25 canes vivos de Tiwanaku, Chiripa y otras localidades podrían voltear las actuales teorías. Según Velia Mendoza, quien se encuentra a la espera de los informes y de exponer su trabajo en el museo lítico de Tiwanaku, “se podría tratar de los descendientes de los perros andinos que poblaron antes esta tierra”.
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