Suri Agua, cerros y leyenda

Miércoles, 17 / Jul / 2002
 
(La Paz - La Razón)

Bolivia.com
Pinos, palmeras, árboles frutales y flores son una grata compañía desde la entrada.

Redacción
Fotos Jamil Chávez

El charco apenas contenía agua y al pequeño, de unos seis años, lo rodeaban mariposas de mil colores. Imágenes como esa esconden el atractivo de Suri y sus alrededores, un entorno natural que se adueña de todas las presencias. Desde La Paz, el viaje demora ocho horas y el camino a la pequeña población de la provincia de Inquisivi, angosto y curvo, juega sin remedio con la capacidad de sorpresa en cada tramo. Las ramas cruzadas y entrelazadas, el agua a pie de tierra, y las rocas en relieve encima del camino engalanan los ánimos, como un rumor de aquellos que se adentran por entre la riqueza y la perfección de estos parajes.
Arrugas bien marcadas, viento suave como un velo y voz con temple de madera. Es Suri. Por esta zona, algunos pueblos cuelgan de los cerros. Este se eleva. Pinos, palmeras, árboles frutales, zarzas y flores son una compañía permanente ya desde la entrada. Todo un poema —“La tea que dejo encendida nadie la apagará”— parece se siluetea por la plaza. Ahí está, tímida e irredenta, la casa que dicen atrapó las infancias de Pedro Domingo Murillo. Aún vacía, aunque llena de tradición y de misterio. A su vera, se eleva el campanario de la Iglesia, sobrio y contundente. Un Santo y una cruz que se impulsan hacia el cielo flanquean la puerta. Moderno pero sin chirridos, el templo se funde con la austeridad de las construcciones del pueblo.
Silencios. La tranquilidad es la tónica que absorbe el día a día de los lugareños. Suri se vacía en las mañanas, la gente atiende sus cultivos, los catos de coca y recoge frutas y demás productos de la tierra. En las tardes, en cambio, cobra vida. Los niños corretean por la plaza, los jóvenes conspiran con las últimas luces y los más viejos se sientan a conversar en los bancos que se esparcen de uno a otro costado. Pero hay dos fechas que desbaratan el estatismo y las rutinas. Una es el 16 de julio. En el aniversario de la revolución el pueblo se viste de juventud y los alumnos de varios centros educativos de la zona se agolpan allá para homenajear al mártir. Música, banderas y ánimos renovados. La otra viene en clave de pompas fúnebres, en la fiesta de Todos los Santos. Se comienza, entonces, con una amalgama de rezos y ponches en el cementerio. Al día siguiente, los dolientes —el luto se extiende por tres años— preparan la comida que más le gustaba al muerto.
Sólo el que viene acá a perderse disfruta de la verdadera esencia del lugar. Cascadas, montañas casi entrecruzadas y los senderos que bordean los abismos se alzan como una llamada inusitada. La Toma, por ejemplo, es una caída de agua libre, entre la pared de roca y un camino filamentoso que obliga a avanzar a pasos de cueca. Enseguida, el silbido del viento deja paso al chasquido de los chorros que golpean contra la piedra y una vegetación casi virgen entreteje algo así como un abrigo natural contra las inclemencias del frío. Desde Suri, a regular zancada, se tarda en llegar poco más de media hora.
Pero el coloso de la región es el farallón, hundido en la hoyada conformada entre los valles. Dos cordilleras que se besan, así de simple y bello. Los caprichos de galernas milenarias y el aliento corrosivo de los ríos han ayudado con la formación de una traviesa salida para los rápidos que bajan divertidos de los picos, y que en gran parte desembocan en el Beni. Bajo una alfombra acuosa, a más o menos hora y media de camino, se esculpen los 70 metros verticales y la garganta que se traga sin pena ni miramientos los caudales.
Desde la altura, un brazo ocre y verde sostiene a Suri. La plaza, la iglesia o veredas que como cordón umbilical nutren al sitio de carisma. El pueblo será siempre conocido como aquel lugar donde pudo haber nacido y vivido varios años Pedro Domingo Murillo. Pero no sólo eso, ya que nunca faltan los niños, ni los charcos casi secos ni los cientos de mariposas revoloteando en una esquina.
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