La imaginación vuela todos los años en la población de Beni a la hora de confeccionar los vestuarios. No por nada, la antigua misión jesuítica está considerada la capital del folclore beniano. Sus trajes representan desde ángeles y macheteros hasta animales de la región y elementos como el Sol y la Luna.
Sentencia la leyenda del Isireri que cualquiera que beba de las aguas de esta laguna, regresa. A 89 kilómetros de Trinidad, después de atravesar los ríos Ibare, Mamoré y Tijamuchí en pontones, un verde paisaje revela la estructura misional de San Ignacio de Mojos, un pueblo apacible que hoy bulle de gente y emoción, pues celebra el 316 aniversario de su fundación.
Creada como misión jesuítica el 31 de julio de 1689 por los padres jesuitas Antonio de Orellana, Juan de Espejo y el hermano Álvaro de Mendoza, la población beniana renueva la leyenda. Un nubarrón de polvo despega en toda la longitud de la carretera que trae desde Trinidad y Santa Cruz a los hijos pródigos que tienen sus vidas tejidas en otros lares, pero que mantienen todavía un profundo lazo con la capital del folclore beniano. San Ignacio de Mojos recibió este título el año 1975, por decisión del Primer Festival Folclórico del Beni.
Con poco más de 12.000 habitantes urbanos y cerca de 40.000 personas en las distintas comunidades, San Ignacio arranca una fiesta que enorgullece a la región.
Es sábado 29 de julio en el Cabildo Indigenal de Mojos. El Festival de la Bombilla Mojeña “Vikajanerepi” inaugura su cuarta versión con el sonido del tambor, la caja y las flautas. La música se mezcla con el polvo atravesado por los rayos de sol en la vuelta a la plaza, que se corona con los aplausos de la gente que ha llegado al festival.
En el Cabildo, en un lugar lleno de cintas de colores y papel plateado está el altar para San Ignacio de Loyola, el patrono del pueblo.
Donde los silencios se concentran, en el patio que justo le sigue al salón principal, descansa don Mariano Yuco Castro, el corregidor. A sus 63 años, es el encargado de llevar adelante la celebración.
Tradicionalmente, el corregidor y quienes forman el Cabildo eran las autoridades del pueblo. Actualmente, su labor se ha transformado en un servicio cultural, pues son ellos los responsables de organizar la fiesta y de mantener las tradiciones del pueblo ignaciano.
“Se aproxima la fiesta, es costumbre de nosotros. Ustedes vienen a visitarnos como ignacianos y nosotros somos contentos”, dice Mariano, quien ya se encuentra ultimando detalles para el saludo a la aurora, que comienza a las cinco de la mañana con el repique de las campanas, salvas de camareta y danzas autóctonas. El Cabildo Indigenal es el punto de partida.
“Los achus, los macheteros y otros conjuntos bailadores van a animar la fiesta. Como corregidor tengo que llevar la bandera, y
después el Alcalde, como indígena que es. Antes la gente era muy tímida, no sabía leer ni escribir, pero nosotros ya hemos terminado la escuela y aprendimos a valernos. Las costumbres de nuestro pueblo no las perdemos. Invitamos a la gente de las comunidades para que presenten sus bailes, junto a nosotros”.
Los achus, personajes centrales de esta fiesta, representan al anciano divertido que bromea y que tiene un sombrero al que se le acoplan distintos juegos pirotécnicos para la noche. “Los achus son chistosos, tienen un muñequito en su mano”. Tras decir esto, Mariano calla, pues los primeros sonidos de la fiesta aparecen y tiene aún mucho trabajo por hacer. Afortunadamente está la chicha a su lado, un remedio para combatir la fatiga.
La fiesta de todos
A las 14.00, San Ignacio de Loyola, con un libro en una mano y el santísimo sacramento en la otra, sale hacia las calles. La gran entrada de la fiesta patronal ha congregado a todo el pueblo, que parte con sus danzas desde el Cabildo Indigenal.
Los petardos de los achus —los ancianos jorobados, con bastones de madera—, anuncian la fiesta. Presurosa, toda la gente sale corriendo desde sus casas vistiendo sus trajes típicos: el tipoy de vivos colores lo emplean las mujeres y la camijeta es para los hombres.
La corteza de árboles, las plumas y las cintas sirven para la confección de los disfraces. Allí no hay reglas estrictas, pues la imaginación es la que manda al elaborar los vestuarios. No por nada, hasta el cadáver de un piyo (especie de avestruz) puede volver a la vida con un danzante bajo las plumas.
Las meme (mujeres) acompañan su vestuario con sombreros, cintas y espejos. Aunque ataviadas de la misma manera, las bailarinas que llegan de las ciudades destacan porque llevan lentes de sol. Y entre las féminas sobresalen las moperitas, las reinas de belleza.
Las flores de plástico brillan en los sombreros. Mientras, los toros cornean a la gente. Los grupos que dependen del Cabildo Indigenal, como la comparsa de los Sargentos Judíos, llegan, por su parte, con el sonido de sus propios “toques”.
Montado a caballo, un joven representa al apóstol Santiago. Encabeza a un grupo de balseros que danzan con pelucas hechas con bolsas plásticas y hacen bailar sus remos diminutos de madera en las manos. Y, por detrás, una máscara negra ahuyenta a los chicos, pues este personaje representa al mal.
“¡Viva el 31 de julio! ¡Viva San Ignacio! ¡Viva el Cabildo Indigenal!” Los vítores arrullan la danza mientras el alcohol trata de eliminar el cansancio. El gran público, que anima con aplausos, termina al final por unirse a la música y deja entonces de haber espectadores: todos bailan contentos hasta llegar a la plaza. Finalmente, cerrando las filas, un policía a caballo muerde el polvo.
Acción de Gracias
Ya fue
mucho traqueteo para el santo, pues mañana es el día de la procesión. Antes del atardecer, la gente llega bailando hasta la iglesia. Dentro, el Sol y la Luna hacen sonar sus cascabeles mientras se dirigen a la imagen de San Ignacio.
A la luz de las velas, otro altar resguarda a 18 representaciones de San Ignacio, entre cuadritos y estatuas de yeso. Al pasar, la gente las besa, se persigna y las acaricia.
En el altar mayor, alimentado de barroco mestizo, reposa la imagen principal. De rodillas, los del pueblo se acercan y le agradecen por toda la dicha recibida en este año.
Detrás del altar, esperan sentados los 30 sargentos judíos que conforman el Cabildo Indigenal.
Entre los feligreses está Pedro Nuni Caiti, de 32 años, quien es presidente de la Central de Pueblos Étnicos Mojeños del Beni (CPEMB). Si antes las autoridades originarias eran los miembros del Cabildo, actualmente han aparecido otras organizaciones que representan a los pueblos mojeños.
Luego de escuchar la oración a San Ignacio bajo el influjo de una fe con sabor a incienso, Pedro reflexiona acerca de su pueblo. “Gracias al Ministerio de Educación y a la ayuda internacional es que podemos conservar nuestro idioma, el ignaciano”, explica después de soltar un sonoro “picharacagua tata”, “buenas tardes, señor”, en español.
“Antes nos daba vergüenza hasta mirar a los ojos al carayana (hombre blanco). Nos prohibían hablar en nuestro idioma en la casa, en la escuela, en el cuartel. Yo nunca hablé ni ignaciano ni mojeño, pero tuve que aprenderlo por mi cargo. Ahora es la clave para la negociación en el saneamiento de tierras”, apunta orgulloso Pedro.
La noche se acerca y los fuegos artificiales cantan colores en los cielos. La plaza, que pareciera la más iluminada del mundo, se ha convertido en una hermosa feria.
Los achus vuelven al ataque hacia la medianoche, pues es hora de los chasqueros. En la punta de sus sombreros, los ancianos colocan luces de bengala y con la cabeza llena de petardos, persiguen a la gente, que huye despavorida. Y la noche se duerme con fuerte olor a pólvora.
Pueblo de músicos
Cuando se fundó, San Ignacio de Mojos se asentó a 20 kilómetros de distancia al sur de su actual ubicación, entre los ríos Sénero y Seveyuni. Pero a causa del ataque de una epidemia de sarampión y de viruela, el padre jesuita Bartolomé Bravo realizó el traslado entre los años 1743 y 1749 al lugar donde actualmente se encuentra, junto a la laguna Isireri y al lado de dos lagunas satélite: Mausa y Mapunani.
A pesar de la escasa hotelería y a que los lugareños aún no se acostumbran a la llegada de los turistas, el pueblo es acogedor. El comercio bulle a unas cuadras de la plaza y los días de fiesta son la fecha más indicada para que los comerciantes saquen su mercadería a la calle.
En la plaza, donde
sobresale la construcción de la iglesia y los trabajos artesanales, se ha instalado una feria en que las golosinas y los juegos de azar son la principal atracción. Además, la gente que llega del campo para visitar la fiesta aprovecha para sacarse fotografías en un estudio improvisado junto a un tigre y osos de peluche.
La iglesia también alberga un valioso museo donde descansan partituras coloniales, pues San Ignacio de Mojos es también pueblo de músicos, y la fabricación de instrumentos es otra de sus especialidades.
El paseo de San Ignacio
El domingo, la población amanece toda embanderada. A las 9.00 se inicia el Tedéum en el recién restaurado templo misional. Y una hora después parte la procesión.
Los macheteros inician la marcha al ritmo de las bombillas, orquestas típicas, los sacerdotes y las autoridades siguen a las danzas mientras la imagen de yeso —adornada con banderas bolivianas, cintas y un papel plateado— recorre la plaza en hombros de algunas personalidades del lugar.
El folclore de San Ignacio de Moxos, entretanto, presenta sus danzas en cada esquina. Una de las más llamativas es la de los angelitos, que se exhiben con coronas, alas y espadas plateadas, acompañados por varias melodías típicas.
El número de bailarines se va multiplicando. Los macheteros o chiripierus ingresan con grandes tocados de plumas de papagayo y machetes de madera. Siguiendo el ritmo del bombo, avanzan y se agachan en todo momento, como si estuvieran trabajando la tierra.
Los achus entran enmascarados junto a las alegorías de la Luna y el Sol mientras los tonos graves de los bajones —gigantescas zampoñas fabricadas con palmera cusi— marcan un compás solemne.
El japutuqui, el jerure, el puri, el zancuti, el chaca’e, el tigre, el piyu y los toritos representan a los espíritus de los animales de la región.
Terminada la procesión, el hambre tuerce las tripas y la gente asalta los puestos de comida. La chicha calma por un momento la sed, mientras las empanadas fritas de charque y las carnes a la parrilla seducen a los que pasean por la calle.
Para las 18.00, el atardecer colecciona colores sobre las nubes que, lánguidas, descansan sobre las palmeras. Los nubarrones de polvo regresan y se multiplican con el paso de los coches que retornan a Trinidad y Santa Cruz. Con todo, a pesar de que ha pasado ya la fiesta grande, San Ignacio todavía tiene un amplio calendario de celebraciones que cubre casi todo el año.
Y con tal promesa, urge correr hasta la laguna para que la leyenda haga su mágico efecto. Pero si le da pereza ir hasta allá, no se preocupe: basta con abrir una pila en cualquiera de las casas, llenar un vaso y dejar correr generosamente el líquido elemento por la garganta. Total, la conexión que alimenta los hogares de este pueblo beniano proviene del Isireri.