Enrique, el hijo de Guzmán de Rojas

Cultura - Lunes, 30 / May / 2005
 
(La Paz - La Razón)
Bolivia.com
Eclipsado por la obra de su padre y su propia timidez, el pintor pasó al anonimato. En esta página se recrea su vida.

Se acercó envuelto en una nube de melancolía; dio un beso en la mejilla a mi hermano mayor, Iván, y regalándome una sonrisa tomó su vetusto maletín de pinceles, sus bocetos... y cerró la puerta. No hubo despedidas. Sólo las lágrimas de mi madre revelaron la trágica noticia, la mañana siguiente. El gran indianista potosino, Cecilio Guzmán de Rojas, mi padre, había decidido que este mundo ya no era el lugar ideal para él.

Las páginas del año 1950 comenzaban a ser escritas y con tan sólo 13 años decidí continuar su sueño: dignificar, a través de la pintura, al hombre andino.

Sería inevitable que al comienzo su obra influyera en mi incipiente trabajo y que yo buscase, infructuosamente, imitarlo. Así, desde su amor por los colores terracotas y ocres, hasta la manía de pintar ambos lados del lienzo, todo se convirtió para mí en una especie de manía.

Pero, con el tiempo también encontré mi propio camino: la perfección a través de las formas geométricas se convirtió en más que una simple obsesión.

A ello ayudó mi viaje, a finales de los 50, al Brasil, donde realicé mis estudios de arquitectura y donde comprendí que mi vida estaría siempre ligada al arte.

Pero iniciemos la historia. Nací en La Paz en 1937 y si bien nunca pisé ninguna academia de Bellas Artes, tampoco la necesité. El respeto por los pigmentos y el deseo por conocer los misterios de la pintura se hizo mi necesidad desde temprana edad.

Mi padre lo sabía, por eso me animaba a acompañarlo al valle de Llojeta, el refugio donde él desarrolló sus mejores obras.

Allí, rodeado por los lloqallas del lugar —que nos observaban como bichos raros— más que pintar yo jugaba a ser un artista; lo que despertaba la mofa de mi hermano, la admiración de mi padre y la preocupación de mi madre.

Hoy, cuando los años empiezan a pasar factura y mi única compañía son mis cuadros y proyectos, no me considero un artista, por lo menos no en el sentido puro de esa profesión.

La crítica suele decir que la sombra de mi padre es demasiado grande para permitir que mi trabajo sea valorado y concluye que ése es el motivo por el cual nunca asistí a las inauguraciones de mis exposiciones.

Pero la verdad es que el reconocimiento ajeno nunca me interesó. Lo único que tiene sentido para mí es el poder de mis manos para dar vida a piedras preciosas y para enaltecer la belleza de la mujer andina y sus formas duras.

Sí, pinto sólo para mí; porque es una necesidad y porque busco entender, a través de mis pinturas, mi solitario mundo.
Hace un par de años, afligido por los recuerdos de aquel amor adolescente que nunca fue, me di el lujo de destruir una serie dedicada al vientre femenino.

Las necesidades económicas también me obligaron a vender varias obras de la colección de mi padre y casi regalar piezas mías.
Ahora, pasando los 50 años e iniciando una nueva década (90), siento que mi vida se apaga.

"Es un suicidio lento", dice mi familia cuando ve que a pesar del daño que provoca el tabaco en mi cuerpo —hace un par de meses me amputaron el pie y hace una semana lo que quedaba de mi rodilla derecha— continúo con vehemencia aferrado al cigarrillo.
Las dolencias físicas me encadenan a esta cama metálica, mientras los frascos de pintura se secan en mi estudio.

Recuerdo cuando el día y la noche no tenían límites, cuando arropado por los recuerdos que habitan esta casa de la calle Abdón Saavedra —el hogar que Cecilio Guzmán de Rojas construyó en la década de los 30—, me quedaba horas observando el lienzo vacío, mientras las colillas de cigarrillo se amontonaban en el piso y su humo me cautivaba.

Podía pasarme horas, cual cirujano, analizando el siguiente trazo que daría la textura adecuada a mi trabajo o el color exacto que culminaría mi labor.
De pronto sentía las manos de mi padre, como ahora, posándose suaves sobre mi cabeza. Está orgulloso, lo sé ...

MÁS INFORMACIÓN • Enrique Guzmán de Rojas murió a los 54 años, en 1991. Una veintena de sus obras se expone en la casa-museo de la familia, ubicada en la calle Abdón Saavedra Nº 2221.
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