Alias ‘el Polaco’ (Cuento)

Esta historia se fue construyendo a través de episodios, de capítulos, de encuentros fortuitos, de homenajes, de recuerdos. 

Esta historia se fue construyendo a través de episodios, de capítulos, de encuentros fortuitos, de homenajes, de recuerdos. 

Juan Linares (Cuento) - Esta historia se fue construyendo a través de episodios, de capítulos, de encuentros fortuitos, de homenajes, de recuerdos. Abarca una tarde o, mejor dicho parte de una tarde. Parece ser una costumbre de la memoria recordar hechos y olvidar fechas. Siempre he vinculado a las fechas con las frías estadísticas, con las matemáticas, con la contabilidad, con los vencimientos, con los pagarés; en cambio los acontecimientos perduran y nos acompañan a lo largo de nuestra existencia e incluso más allá. Borges afirmaba que una persona moría cuando la última persona que tenía recuerdos de esa persona moría. Por eso no es lícito utilizar palabras artificiales cuando se trata de hablar de amigos de infancia, de juventud. ¡Qué banda de locos! ninguno pasaba de los 15 años. Escribir esta noche sobre ellos es una forma modesta de homenajearlos.

Formábamos una especie de Armada de Brancaleone guiada por “el tuerto” Usandibaras ¡que personaje! Lo apodábamos “el amor” porque era ciego. Una extraña enfermedad ¿un virus? le hizo perder casi la totalidad de la visión de su ojo izquierdo, no distinguía una vaca de un perro, pero inexplicablemente esa adversidad le dio más fuerza, lo fortaleció como persona, potencializó a su ojo derecho. Los chicos guardábamos esa debilidad, esa anomalía, como un secreto de estado. No era cuestión de darle municiones al enemigo para que las emplee en contra nuestra.
 
Que yo sepa fue el único arquero, o al menos el primero, en el mundo en atajar con gafas. Para los partidos de fútbol importantes se ponía las gafas de soldador del padre: unos deteriorados lentes que él ataba con un caucho a las orejas para que no se le cayeran. Un auténtico certificado de pobreza.

Cuando los árbitros le ordenaban quitarse las gafas para habilitarlo a jugar, él les mostraba los ojos pálidos casi muertos, los conmovía hasta las lágrimas. Sí ese arte fallaba, entonces, nos movilizábamos en tropel para “apretar” al árbitro. “¿Díganos dónde dice que un jugador no puede jugar con gafas? ¿A ver? ¡Muéstrenos el reglamento escrito! ¿Quién es usted para prohibirle jugar, para cortarle la ilusión a éste muchachito? ¿Lo quiere traumatizar?” Al final el capitán del otro equipo cedía, autorizaba, “esta bien, que juegue ese murciélago” decía con indiferencia.
 
Como éramos diez incondicionales, siempre nos veíamos obligados a recurrir a algún espontáneo, algún transeúnte para completar el equipo de 11 jugadores. “Busquemos a algún inútil” decía “el rengo” Saravia (poliomielitis) alias “el inmortal” porque nunca iba a estirar la pata. En una buena tarde Saravia era imparable: se hamacaba por un lado y tomaba el café con leche por el otro. Representábamos a la parroquia de la virgen del Pilar: “¡Aquí están, estos son los guerreros del Pilar!”, gritaba nuestra parcialidad compuesta por feligreses jubilados y viejas chismosas. Cuando la mano, el partido, venía mal comenzaban las blasfemias: “me cago en la virgen del Pilar” era lo más suave que salía de nuestras bocas pecadoras.
 
El último partido que disputamos, lo recuerdo con emoción escolar, fue frente a la parroquia de Villa Urquiza: unos facinerosos que nos tenían de hijos siempre nos ganaban, a veces por goleada. “El cabezón” Chávez capitán y emblema del equipo nos hizo jurar sobre una destartalada Biblia que ninguno iba a faltar a la cita, que ninguno de nosotros iba a “arrugar”. Era una cuestión de honor y lo sabrían los vecinos.
 
Chávez fue el primero en incumplir. Nunca llegó. Aquel primer tiempo jugamos contrariados y lo terminamos perdiendo por 3 a 0 con 10 hombres. ¡Que paliza! ¡Que humillación! ¡El peor de los ensayos! En el entretiempo un muchacho alto, rubio se presentó ante el grupo, dijo que quería jugar ¡que necesitaba jugar! Nadie lo conocía, ciertamente no era del barrio. Lo admitimos inmediatamente a pesar de que “terremoto” Flores esbozó una objeción: “Lo veo demasiado blanquecino, muy pálido, no tiene pinta de jugador” argumentó. “¿Lo querés para que juegue o para novio de tu hermana?”, le pregunté molesto.
 
En los primeros minutos del segundo tiempo evitábamos darle el balón al “aparecido”. Lo hacíamos correr, pero le retaceábamos el pase final: era muy blanco. Sin embargo, él peleaba cada balón como vengando a la madre, ¡que admirable espíritu de lucha! Nunca supimos su nombre lo bautizamos “el polaco” apenas tocó el primer balón. A él le cometieron el penal que nos devolvió al partido. Normalmente, Chávez, era el encargado de patear los penales, ¿pero, dónde encontrarlo? “El polaco” tomó el balón con tanta seguridad que nadie se opuso a que fuera él quien lo ejecutara. ¡Que calidad! ¡Un trámite! ¡Ni siquiera festejó el gol! Los cracks no festejan penales, nos dijo luego del match el padre Honorato, encargado de entregar la Copa al ganador. Desde aquel momento todos los balones pasaron por su pies, él nos surtía de pases precisos, nos daba indicaciones, nos orientaba. Finalizamos ganando 5 a 3. Levantamos una copa de tres pesos como si hubiéramos ganado la Champions League.
 
Fue en la improvisada tarima que alguien notó la ausencia del polaco. “Se fue y se llevó la camiseta” dijo uno. “¡Se la merece! fue el mejor de todos” respondió otro. La venganza estaba consumada, nunca más se burlarían de “los guerreros del Pilar”.
 
Pero la felicidad se tronchó a las pocas horas. ¡Dios estaba distraído! atendiendo la guerra entre judíos y palestinos, y permitió que un camión atropellará al “cabezón” Chávez y lo matara. El hecho ocurrió dos o tres horas antes del partido. Llegó con vida al hospital, pero una hemorragia interna se lo llevó para siempre. Nunca supe si se llegó a enterar de nuestra victoria. Esa victoria que habíamos premeditado y soñado.

Las honras fúnebres se llevaron a cabo, como era lógico, en la Parroquia de barrio Pilar. El cura Honorato permitió que uno de nosotros colocara la Copa encima del ataúd. A puro llanto, despedimos a nuestro capitán, Julio Chávez. Hubiéramos preferido perder 15 a 0 antes de soportar ese dolor.
 
A los pocos meses la madre de Chávez vino a mi casa. Estaba destrozada: “voy a mudarme de casa, no aguanto la pena. Ve si alguna ropa de mi hijo te sirve y lo demás lo entregas a la iglesia”, me pidió.

Extrañamente la gente habla de su ex patrón, de su ex mujer, pero jamás de su ex hijo. El amor de madre acompaña al hijo más allá de la tumba y llega hasta Dios.
 
Elegí la más pública de las horas, el mediodía, para ir a la casa de Chávez. Su habitación estaba igual que cuando él la dejó para encontrarse, fatalmente, con su destino. Seleccioné para mi, dos camisas y una chaqueta y todo lo demás lo acomodé prolijamente en cajas y en bolsas. Fue una tarea penosa. Demasiado para un corazón pequeño, herido. Ya estaba a punto de apagar la luz y marcharme de la habitación cuando algo me llamó la atención. En un rincón en penumbras descubrí una bolsa plástica de esas que dan en los supermercados. La abrí y las lágrimas contenidas durante toda la tarde explotaron en mi rostro.
 
La camiseta de los “guerreros del Pilar” emergió esplendorosa; sucia de barro, pero no manchada, húmeda de sudor, de lágrimas, de alegría, de lucha. ¡Airosa! Un recorte de periódico del trágico accidente y una tarjeta era todo:

“De parte de Aníbal Ferri, alias “El polaco” a un amigo”.

¡La memoria nunca muere!