Claustro. Santa Teresa abre sus puertas
Martes, 02 / Ago / 2005
(La Paz - La Razón)
El convento de clausura de Potosi ha inaugurado un museo gracias al cual los visitantes pueden hacer un recorrido por lo que fue antaÒo la vida diaria de las devotas religiosas.
El tañido de la campana retumba en el segundo patio del convento. Con sigilo, los pasos de una carmelita descalza igualan el vaivén del hábito café, la toca negra y el velo blanco que atraviesa los pasillos flotando hasta la sala del torno. Al llegar, la religiosa se acerca con calma al mecanismo, se apoya contra la pared y escucha muy bien protegida por la madera.
- Ave María Purísima.
- Sin pecado concebida. ¿Qué es lo que te trae hasta acá, hijo?
- Por favor, madre, ¿me podría vender una bolsita de dulces?
- Muy bien, cuesta cinco centavos. Primero deja el dinero.
Entonces, el comprador envía las monedas haciendo girar el torno. La madre las recibe al otro lado y de la misma forma manda un paquete con varias tablitas de coco, almendra y maní a su cliente. Esa es la escasa comunicación que las religiosas del claustro se permiten con el mundo exterior.
En base a tres casas donadas por el clérigo José Fernández Lozano en Potosí, en 1684 se inició la construcción de un convento para albergar a una comunidad de carmelitas descalzas bajo la advocación de Santa Teresa de Ávila. Así, el 24 de diciembre de 1685 llegaron a esas tierras Sor María Josefa de Jesús, como priora, y otras tres hermanas para inaugurar el convento de clausura. 320 años después, la orden todavía respira tras gruesas paredes.
Santa Teresa, mientras, se ha convertido en uno de los museos más importantes del país. Su profusa riqueza artística y la restauración realizada por su actual directora, la arquitecta hermana Carmen Álvarez Segura, tiene parangón únicamente con el caudal histórico que navega por sus pasillos, conocimiento que hoy día la guía Griselda Ayllón, armada de una canasta de centenarias llaves, pone en manos de los visitantes.
La orden de las carmelitas
"Bienvenidos al Museo de Santa Teresa. Mi nombre es Gris. Estamos en la primera sala del convento de claustro de la orden de las carmelitas descalzas de Santa Teresa de Ávila. Antes, para poder ingresar, las jóvenes nobles tenían que pagar una dote de 2.000 monedas de oro. Siempre eran las segundas hijas de las familias nobles las que se iban al convento, pues los primogénitos heredaban el título. Y cuando ingresaban, ya no salían. Era para toda la vida".
Atravesando un pequeño atrio, donde se encuentra el torno, se llega hasta la portería. A esa sala era donde acudía habitualmente la familia con su hija, una vez cumplidos los 15 años. Y la despedida era muy dolorosa, pues la joven no volvería a ver a sus padres jamás.
Mientras, las paredes de la portería albergan los retratos de los dos adinerados matrimonios vascos que pusieron el capital para construir el convento. Cada pareja dio 20.000 monedas de oro, el equivalente a un millón de dólares.
La joven llegaba al convento con el vestido más hermoso y el cabello sin cortar. Debía verse radiante para su "boda" con Cristo. Del otro lado, las monjas esperaban en comunidad. Ni bien cruzaba las puertas, la joven era conducida a su habitación, donde le quitaban el vestido y le cortaban el cabello para vestirla de religiosa. "Un honor para la familia, pues se creía que al dejar allá a la hija Dios perdonaba sus pecados".
Tras la puerta está el primer patio, donde realizaban procesiones las 21 religiosas. Ese número era el límite; cuando una moría, entraba otra. Custodiado por una arquitectura colonial con capiteles en cedro destaca un árbol apoyado en un bastón azul. Se trata de un manzano verde que tiene más de 300 años y que hasta ahora da frutos para mermeladas. En el centro del patio se levanta un pilón que tiene la estrella de
David, representando al antiguo testamento, y la cruz universal —que se ve igual desde cualquier ángulo— por el nuevo testamento. Alrededor, entre tanto, diferentes cactus respiran gracias a las atenciones de la madre María Aparecida.
Hacia la izquierda está la sala de los espejos. Como la dote también se podía pagar en especie, una señora decidió entregar una colección de retablos de espejos. Los marcos son tallados en madera y laminados en oro. Tres de ellos están elaborados con plata pulida.
La hora de la liturgia
Las religiosas nunca escuchaban misa en la iglesia: debían hacerlo detrás de las rejas del coro bajo y, en días festivos, en el coro alto.
Con un artesonado de influencia árabe con 1.943 casetones, todos diferentes entre sí, en el templo destaca la imagen de la Virgen del Carmen, patrona de la orden, acompañada por Santa Teresa de Ávila y San Juan de la Cruz.
También sobresale una obra con 21 textos escritos en español antiguo y que como fondo contiene la creación de la tierra, Adán y Eva expulsados del paraíso, Caín matando a Abel y el arca de Noé.
Y para recibir la comunión, las monjas tenían un lugar especial al que acudían cubiertas con un velo que sólo dejaba intuir su boca.
Saliendo del templo se ingresa al lugar donde antaño las religiosas fabricaban las hostias, hechas con harina y agua. Ambos ingredientes se batían hasta conseguir una masa ni muy líquida ni muy espesa. Con un cucharón se ponía la mezcla sobre una plancha en forma circular que se agarraba por el mango y se cocinaba en braseros a carbón. Luego se cortaban las hostias, una a una, con troqueles. Hoy se siguen todavía elaborando con una máquina eléctrica a 50 grados centígrados.
Subiendo unas gradas iluminadas por una piedra de alabastro se llega al coro alto, donde las religiosas cantaban los días de fiesta. La reja estaba siempre cubierta por una cortina negra. Aún quedan un clavicémbalo y un salterio, testigos de los salmos que entonaban las mujeres que, para contemplar al Santísimo, tenían que arrodillarse servilmente frente a una rejilla a la altura del piso.
En el coro bajo, las carmelitas escuchaban la misa detrás de la cortina. Esta sala oficiaba de cementerio y era el lugar al que acudían para rezar siete veces al día, pues el carisma de la orden es orar por todos los que se han olvidado de Dios. Cuando morían eran enterradas dos metros abajo y cubiertas con cal para evitar la descomposición. Dos años después sacaban sus restos y los trasladaban a una de las dos fosas comunes, siete metros bajo tierra.
El cuerpo de la fundadora —la madre María Josefa de Jesús, fallecida el 5 de noviembre de 1687— se mantiene incorrupto en su ataúd.
Pobreza, castidad, obediencia y silencio eran sus votos. Esto se reflejaba incluso en las pequeñas dimensiones de la enfermería, conectada con el coro bajo y la iglesia para que todas escucharan misa, incluso las enfermas. La vitrina de las medicinas ahora alberga porcelana china, flamenca, italiana, inglesa, española y potosina.
La misma austeridad habitaba las celdas, que eran pequeñas y rodeaban el segundo patio. Por las noches, sentadas sobre los talones, de cuclillas sobre la tarima de madera, escribían o leían junto a una mesa ratona con una vela.
La cama, por su parte, tenía una cortina que mantenía la privacidad y alejaba el frío. No había colchón; dormían directamente sobre la dura madera. Y en la celda siempre estaba presente la cruz, pero sólo la madera, pues el cuerpo de Cristo debían ser ellas.
La vida cotidiana
Por el voto de silencio, las religiosas marcaban las horas con campanas. Pero el problema aparecía en Semana Santa, pues las campanas, cuyo tañido expresa júbilo, estaban prohibidas. Entonces, para comunicarse hacían sonar carracas,
tablas y hasta matracas.
Entre tanto, en una sala aún se guardan huesos de santos —como los de San Jacinto o Santa Teresita del Niño Jesús—, junto a restos de la cruz donde fue crucificado Pedro y astillas de la Cruz de Cristo. Se trata de reliquias acompañadas por certificados de autenticidad emitidos desde el mismo Vaticano.
Donde estaba el provisorio del convento ahora se halla la despensa del arte. Destaca el barroco de dos retablos en madera de cedro, cubiertos con lámina de oro. Antes de ingresar al comedor se luce la cerámica potosina, que desapareció con la decadencia de Potosí. Asimismo, también existe una colección de planchas que se calentaban en braseros a carbón.
Una bóveda permite el ingreso al comedor, donde las religiosas se alimentaban tres veces al día. Cuando se sentaban, una de ellas subía al púlpito, desde donde leía las reglas de la orden y la vida de los santos, mientras las demás almorzaban sumidas en completo silencio. Cuando una terminaba la comida, suplía a la del púlpito.
En la parte central se sentaba la madre priora junto a la subpriora o primera consejera. Y frente a ellas se encontraba un cráneo sobre un plato con ceniza para tener siempre presente a la muerte.
En la cocina se guardaban turnos. A un lado cuelgan los odres de cuero de vaca, que servían para guardar el vino y cuando se ponían viejos servían para almacenar verduras y vegetales. También están los lavaplatos de roca y un molino de piedra para hacer harina.
Sobre el fogón a taquia relucen las pailas de cobre donde preparaban mermeladas de manzana, membrillo y de ciruela. Hoy continúan elaborando este manjar a leña, con manzanas del árbol tricentenario, grosellas y guindas.
Igualmente están las ollas de hierro fundido en las que preparaban platillos en base a legumbres y verduras, pues nunca comían carne roja, aunque de vez en cuando su dieta incluía pescado y pollo.
"No podía faltar tampoco el batán, aunque no era para moler la llajwa, pues ellas no comían ají", sonríe Gris. "Servía para moler nueces, almendras y maní para elaborar las tablitas, quesitos y coquitos que hasta hoy se hacen con la misma receta. La madre Inés es la única que la conoce".
La cocina está llena de objetos, desde almireces de bronce para moler especias, morteros para elaborar medicamentos, la tostadora de café y un rodillo de piedra.
Un pasillo de comunicación entre el primer y segundo patio era el acceso a la sala de recreo, ahora dedicada al pintor Melchor Pérez de Holguín. En este lugar las religiosas tenían dos horas por día para hablar entre ellas: una después del almuerzo y otra tras la cena.
Recreo no era sinónimo de ociosidad, pues mientras conversaban trabajaban en encajes, hacían dobleces en los purificadores –la tela con la que se limpia el copón de la eucaristía–, hilaban lana de oveja o fabricaban los silicios, unas herramientas de hierro terminadas en punta con las que se golpeaban fuerte la espalda a modo de autoflagelación.
La autoflagelación era otra práctica común en el convento, pues ellas creían que "la cárcel del alma es el cuerpo; para liberar el alma hay que mortificar el cuerpo". Para alejar los malos pensamientos utilizaban artefactos de tortura como brasieres con púas, silicios, muñequeras y rodilleras.
El segundo claustro
En el segundo patio, entre tanto, estaban las 21 celdas de las religiosas. Ahora son salas de exposición. En el jardín reluce el azul de las columnas, que protege la madera del sol, y los ocres del cerro rico de Potosí dan color a las paredes adornadas con la flor de lis.
En ese contexto está la sala del Belén. "Es una tradición potosina el comprar un regalo al Niño cada año. Todo lo que hay aquí es el regalo de una sola señora desde hace generaciones", explica
Gris. "Su nombre es Augusta viuda de Oropeza, quien junto a su hija Dalma sigue trayendo regalos.
En la misma sala relucen varias esculturas talladas en cera y una exposición temporal de fósiles cuaternarios. También fulguran las joyas religiosas realizadas por orfebres que trabajaron oro, plata, zafiros, rubíes y esmeraldas.
En la sala de la Virgen Niña destacan los bordados para la imagen, que cambia de vestido y manta dos veces por semana. La biblioteca guarda modelos de grabados, así como sillería policromada. En el mismo lugar hay un mueble con un compartimiento secreto que está a la vista del público. Pero de estas reliquias, la que más destaca es la caligrafía que ostentan los manuscritos sobre la vida de Santa Teresa, San Juan de la Cruz y las reformas de la orden. Y como para que uno esté consciente de su mala letra, aquí se firma el libro de visitas.
¿Y dónde guardaban las religiosas su dinero? Pues en un arca de tres robustos cerrojos que se abría sólo con la presencia de tres religiosas con sus respectivas llaves.
En la sala de los clásicos, mientras, continúan los regalos de la dote. Flotan veleros y crisoles de vidrio murano traídos desde Italia, porcelana flamenca, tres esculturas talladas en una sola pieza de madera y bordados hechos por las religiosas para los sacerdotes. Entre todos, destaca un juego bordado en hilos de oro, plata y seda que pesa cinco kilos.
En la ermita de San José, el santo favorito de Santa Teresa, se muestran escenas de la Sagrada Familia. En la sala de meditación, donde las religiosas oraban al Santísimo, se encuentra otra ventanita directa al sagrario. En esta sala se luce la ropa litúrgica que se elaboraba con las telas de los vestidos con que las jóvenes habían llegado al convento. De una prenda se obtenían hasta cuatro ornamentos. Y las imágenes usaban además los cabellos que se cortaban a las nuevas religiosas.
Durante las visitas, que se permitían una vez al mes, la familia hablaba desde el locutorio externo mientras la religiosa respondía desde el interior. Padres e hija estaban separados por dos rejas con púas de 15 centímetros cubiertas con una cortina negra. Además, otra religiosa escuchaba la conversación. Y después de hablar la joven se acercaba de espaldas a una ventanilla a través de la cual extendía una cuchara de palo y recibía un obsequio, que podía ser una latita de té o unos bombones.
Así fue la vida en Santa Teresa hasta que en 1963, con la reforma del Papa Juan XXIII tras el Concilio Vaticano Segundo, se quitó lo de la cortina. Familia e hija al fin podían verse. "Y es que la vida de las religiosas ha cambiado mucho" –explica Gris–. "Se siguen manteniendo los votos, pero llevando una vida acorde con el siglo XXI". Y hoy es un vergel de flores el que acompaña las visitas de sus familiares, a los que pueden abrazar y tocar sin ningún tipo de culpa.
Ahora son ocho las religiosas que viven en estos jardines y tienen una vida de entrega. Aunque ya disponen de ciertos permisos para salir al doctor, al mercado o para necesidades importantes.
Con todo, el carisma de la orden no ha cambiado. Las religiosas siguen viviendo de su trabajo como lo hacían antaño, ya sea elaborando las ricas tablitas de leche con almendra, maní y coco, hostias para todas las iglesias de Potosí, medicinas o simplemente dedicándose al cultivo y al cuidado de las plantas del convento.
Mientras, para Gris, es hora de emprender otro viaje al pasado con turistas que recién están llegando. "Una aprende mucho. Aquí, cada día es diferente", confiesa.
La autoflagelacion era una pr·ctica comÝn en el convento por la creencia de que el cuerpo es la c·rcel del alma
A partir de 1963, gracias al Concilio Vaticano Segundo, las religiosas pueden por lo menos ver a sus familiares
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El tañido de la campana retumba en el segundo patio del convento. Con sigilo, los pasos de una carmelita descalza igualan el vaivén del hábito café, la toca negra y el velo blanco que atraviesa los pasillos flotando hasta la sala del torno. Al llegar, la religiosa se acerca con calma al mecanismo, se apoya contra la pared y escucha muy bien protegida por la madera.
- Ave María Purísima.
- Sin pecado concebida. ¿Qué es lo que te trae hasta acá, hijo?
- Por favor, madre, ¿me podría vender una bolsita de dulces?
- Muy bien, cuesta cinco centavos. Primero deja el dinero.
Entonces, el comprador envía las monedas haciendo girar el torno. La madre las recibe al otro lado y de la misma forma manda un paquete con varias tablitas de coco, almendra y maní a su cliente. Esa es la escasa comunicación que las religiosas del claustro se permiten con el mundo exterior.
En base a tres casas donadas por el clérigo José Fernández Lozano en Potosí, en 1684 se inició la construcción de un convento para albergar a una comunidad de carmelitas descalzas bajo la advocación de Santa Teresa de Ávila. Así, el 24 de diciembre de 1685 llegaron a esas tierras Sor María Josefa de Jesús, como priora, y otras tres hermanas para inaugurar el convento de clausura. 320 años después, la orden todavía respira tras gruesas paredes.
Santa Teresa, mientras, se ha convertido en uno de los museos más importantes del país. Su profusa riqueza artística y la restauración realizada por su actual directora, la arquitecta hermana Carmen Álvarez Segura, tiene parangón únicamente con el caudal histórico que navega por sus pasillos, conocimiento que hoy día la guía Griselda Ayllón, armada de una canasta de centenarias llaves, pone en manos de los visitantes.
La orden de las carmelitas
"Bienvenidos al Museo de Santa Teresa. Mi nombre es Gris. Estamos en la primera sala del convento de claustro de la orden de las carmelitas descalzas de Santa Teresa de Ávila. Antes, para poder ingresar, las jóvenes nobles tenían que pagar una dote de 2.000 monedas de oro. Siempre eran las segundas hijas de las familias nobles las que se iban al convento, pues los primogénitos heredaban el título. Y cuando ingresaban, ya no salían. Era para toda la vida".
Atravesando un pequeño atrio, donde se encuentra el torno, se llega hasta la portería. A esa sala era donde acudía habitualmente la familia con su hija, una vez cumplidos los 15 años. Y la despedida era muy dolorosa, pues la joven no volvería a ver a sus padres jamás.
Mientras, las paredes de la portería albergan los retratos de los dos adinerados matrimonios vascos que pusieron el capital para construir el convento. Cada pareja dio 20.000 monedas de oro, el equivalente a un millón de dólares.
La joven llegaba al convento con el vestido más hermoso y el cabello sin cortar. Debía verse radiante para su "boda" con Cristo. Del otro lado, las monjas esperaban en comunidad. Ni bien cruzaba las puertas, la joven era conducida a su habitación, donde le quitaban el vestido y le cortaban el cabello para vestirla de religiosa. "Un honor para la familia, pues se creía que al dejar allá a la hija Dios perdonaba sus pecados".
Tras la puerta está el primer patio, donde realizaban procesiones las 21 religiosas. Ese número era el límite; cuando una moría, entraba otra. Custodiado por una arquitectura colonial con capiteles en cedro destaca un árbol apoyado en un bastón azul. Se trata de un manzano verde que tiene más de 300 años y que hasta ahora da frutos para mermeladas. En el centro del patio se levanta un pilón que tiene la estrella de
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Hacia la izquierda está la sala de los espejos. Como la dote también se podía pagar en especie, una señora decidió entregar una colección de retablos de espejos. Los marcos son tallados en madera y laminados en oro. Tres de ellos están elaborados con plata pulida.
La hora de la liturgia
Las religiosas nunca escuchaban misa en la iglesia: debían hacerlo detrás de las rejas del coro bajo y, en días festivos, en el coro alto.
Con un artesonado de influencia árabe con 1.943 casetones, todos diferentes entre sí, en el templo destaca la imagen de la Virgen del Carmen, patrona de la orden, acompañada por Santa Teresa de Ávila y San Juan de la Cruz.
También sobresale una obra con 21 textos escritos en español antiguo y que como fondo contiene la creación de la tierra, Adán y Eva expulsados del paraíso, Caín matando a Abel y el arca de Noé.
Y para recibir la comunión, las monjas tenían un lugar especial al que acudían cubiertas con un velo que sólo dejaba intuir su boca.
Saliendo del templo se ingresa al lugar donde antaño las religiosas fabricaban las hostias, hechas con harina y agua. Ambos ingredientes se batían hasta conseguir una masa ni muy líquida ni muy espesa. Con un cucharón se ponía la mezcla sobre una plancha en forma circular que se agarraba por el mango y se cocinaba en braseros a carbón. Luego se cortaban las hostias, una a una, con troqueles. Hoy se siguen todavía elaborando con una máquina eléctrica a 50 grados centígrados.
Subiendo unas gradas iluminadas por una piedra de alabastro se llega al coro alto, donde las religiosas cantaban los días de fiesta. La reja estaba siempre cubierta por una cortina negra. Aún quedan un clavicémbalo y un salterio, testigos de los salmos que entonaban las mujeres que, para contemplar al Santísimo, tenían que arrodillarse servilmente frente a una rejilla a la altura del piso.
En el coro bajo, las carmelitas escuchaban la misa detrás de la cortina. Esta sala oficiaba de cementerio y era el lugar al que acudían para rezar siete veces al día, pues el carisma de la orden es orar por todos los que se han olvidado de Dios. Cuando morían eran enterradas dos metros abajo y cubiertas con cal para evitar la descomposición. Dos años después sacaban sus restos y los trasladaban a una de las dos fosas comunes, siete metros bajo tierra.
El cuerpo de la fundadora —la madre María Josefa de Jesús, fallecida el 5 de noviembre de 1687— se mantiene incorrupto en su ataúd.
Pobreza, castidad, obediencia y silencio eran sus votos. Esto se reflejaba incluso en las pequeñas dimensiones de la enfermería, conectada con el coro bajo y la iglesia para que todas escucharan misa, incluso las enfermas. La vitrina de las medicinas ahora alberga porcelana china, flamenca, italiana, inglesa, española y potosina.
La misma austeridad habitaba las celdas, que eran pequeñas y rodeaban el segundo patio. Por las noches, sentadas sobre los talones, de cuclillas sobre la tarima de madera, escribían o leían junto a una mesa ratona con una vela.
La cama, por su parte, tenía una cortina que mantenía la privacidad y alejaba el frío. No había colchón; dormían directamente sobre la dura madera. Y en la celda siempre estaba presente la cruz, pero sólo la madera, pues el cuerpo de Cristo debían ser ellas.
La vida cotidiana
Por el voto de silencio, las religiosas marcaban las horas con campanas. Pero el problema aparecía en Semana Santa, pues las campanas, cuyo tañido expresa júbilo, estaban prohibidas. Entonces, para comunicarse hacían sonar carracas,
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Entre tanto, en una sala aún se guardan huesos de santos —como los de San Jacinto o Santa Teresita del Niño Jesús—, junto a restos de la cruz donde fue crucificado Pedro y astillas de la Cruz de Cristo. Se trata de reliquias acompañadas por certificados de autenticidad emitidos desde el mismo Vaticano.
Donde estaba el provisorio del convento ahora se halla la despensa del arte. Destaca el barroco de dos retablos en madera de cedro, cubiertos con lámina de oro. Antes de ingresar al comedor se luce la cerámica potosina, que desapareció con la decadencia de Potosí. Asimismo, también existe una colección de planchas que se calentaban en braseros a carbón.
Una bóveda permite el ingreso al comedor, donde las religiosas se alimentaban tres veces al día. Cuando se sentaban, una de ellas subía al púlpito, desde donde leía las reglas de la orden y la vida de los santos, mientras las demás almorzaban sumidas en completo silencio. Cuando una terminaba la comida, suplía a la del púlpito.
En la parte central se sentaba la madre priora junto a la subpriora o primera consejera. Y frente a ellas se encontraba un cráneo sobre un plato con ceniza para tener siempre presente a la muerte.
En la cocina se guardaban turnos. A un lado cuelgan los odres de cuero de vaca, que servían para guardar el vino y cuando se ponían viejos servían para almacenar verduras y vegetales. También están los lavaplatos de roca y un molino de piedra para hacer harina.
Sobre el fogón a taquia relucen las pailas de cobre donde preparaban mermeladas de manzana, membrillo y de ciruela. Hoy continúan elaborando este manjar a leña, con manzanas del árbol tricentenario, grosellas y guindas.
Igualmente están las ollas de hierro fundido en las que preparaban platillos en base a legumbres y verduras, pues nunca comían carne roja, aunque de vez en cuando su dieta incluía pescado y pollo.
"No podía faltar tampoco el batán, aunque no era para moler la llajwa, pues ellas no comían ají", sonríe Gris. "Servía para moler nueces, almendras y maní para elaborar las tablitas, quesitos y coquitos que hasta hoy se hacen con la misma receta. La madre Inés es la única que la conoce".
La cocina está llena de objetos, desde almireces de bronce para moler especias, morteros para elaborar medicamentos, la tostadora de café y un rodillo de piedra.
Un pasillo de comunicación entre el primer y segundo patio era el acceso a la sala de recreo, ahora dedicada al pintor Melchor Pérez de Holguín. En este lugar las religiosas tenían dos horas por día para hablar entre ellas: una después del almuerzo y otra tras la cena.
Recreo no era sinónimo de ociosidad, pues mientras conversaban trabajaban en encajes, hacían dobleces en los purificadores –la tela con la que se limpia el copón de la eucaristía–, hilaban lana de oveja o fabricaban los silicios, unas herramientas de hierro terminadas en punta con las que se golpeaban fuerte la espalda a modo de autoflagelación.
La autoflagelación era otra práctica común en el convento, pues ellas creían que "la cárcel del alma es el cuerpo; para liberar el alma hay que mortificar el cuerpo". Para alejar los malos pensamientos utilizaban artefactos de tortura como brasieres con púas, silicios, muñequeras y rodilleras.
El segundo claustro
En el segundo patio, entre tanto, estaban las 21 celdas de las religiosas. Ahora son salas de exposición. En el jardín reluce el azul de las columnas, que protege la madera del sol, y los ocres del cerro rico de Potosí dan color a las paredes adornadas con la flor de lis.
En ese contexto está la sala del Belén. "Es una tradición potosina el comprar un regalo al Niño cada año. Todo lo que hay aquí es el regalo de una sola señora desde hace generaciones", explica
Presione aquí |
En la misma sala relucen varias esculturas talladas en cera y una exposición temporal de fósiles cuaternarios. También fulguran las joyas religiosas realizadas por orfebres que trabajaron oro, plata, zafiros, rubíes y esmeraldas.
En la sala de la Virgen Niña destacan los bordados para la imagen, que cambia de vestido y manta dos veces por semana. La biblioteca guarda modelos de grabados, así como sillería policromada. En el mismo lugar hay un mueble con un compartimiento secreto que está a la vista del público. Pero de estas reliquias, la que más destaca es la caligrafía que ostentan los manuscritos sobre la vida de Santa Teresa, San Juan de la Cruz y las reformas de la orden. Y como para que uno esté consciente de su mala letra, aquí se firma el libro de visitas.
¿Y dónde guardaban las religiosas su dinero? Pues en un arca de tres robustos cerrojos que se abría sólo con la presencia de tres religiosas con sus respectivas llaves.
En la sala de los clásicos, mientras, continúan los regalos de la dote. Flotan veleros y crisoles de vidrio murano traídos desde Italia, porcelana flamenca, tres esculturas talladas en una sola pieza de madera y bordados hechos por las religiosas para los sacerdotes. Entre todos, destaca un juego bordado en hilos de oro, plata y seda que pesa cinco kilos.
En la ermita de San José, el santo favorito de Santa Teresa, se muestran escenas de la Sagrada Familia. En la sala de meditación, donde las religiosas oraban al Santísimo, se encuentra otra ventanita directa al sagrario. En esta sala se luce la ropa litúrgica que se elaboraba con las telas de los vestidos con que las jóvenes habían llegado al convento. De una prenda se obtenían hasta cuatro ornamentos. Y las imágenes usaban además los cabellos que se cortaban a las nuevas religiosas.
Durante las visitas, que se permitían una vez al mes, la familia hablaba desde el locutorio externo mientras la religiosa respondía desde el interior. Padres e hija estaban separados por dos rejas con púas de 15 centímetros cubiertas con una cortina negra. Además, otra religiosa escuchaba la conversación. Y después de hablar la joven se acercaba de espaldas a una ventanilla a través de la cual extendía una cuchara de palo y recibía un obsequio, que podía ser una latita de té o unos bombones.
Así fue la vida en Santa Teresa hasta que en 1963, con la reforma del Papa Juan XXIII tras el Concilio Vaticano Segundo, se quitó lo de la cortina. Familia e hija al fin podían verse. "Y es que la vida de las religiosas ha cambiado mucho" –explica Gris–. "Se siguen manteniendo los votos, pero llevando una vida acorde con el siglo XXI". Y hoy es un vergel de flores el que acompaña las visitas de sus familiares, a los que pueden abrazar y tocar sin ningún tipo de culpa.
Ahora son ocho las religiosas que viven en estos jardines y tienen una vida de entrega. Aunque ya disponen de ciertos permisos para salir al doctor, al mercado o para necesidades importantes.
Con todo, el carisma de la orden no ha cambiado. Las religiosas siguen viviendo de su trabajo como lo hacían antaño, ya sea elaborando las ricas tablitas de leche con almendra, maní y coco, hostias para todas las iglesias de Potosí, medicinas o simplemente dedicándose al cultivo y al cuidado de las plantas del convento.
Mientras, para Gris, es hora de emprender otro viaje al pasado con turistas que recién están llegando. "Una aprende mucho. Aquí, cada día es diferente", confiesa.
La autoflagelacion era una pr·ctica comÝn en el convento por la creencia de que el cuerpo es la c·rcel del alma
A partir de 1963, gracias al Concilio Vaticano Segundo, las religiosas pueden por lo menos ver a sus familiares
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