560 kilómetros de riel unen Santa Cruz con Puerto Quijarro. La ruta es utilizada por comerciantes, turistas y habitantes de la frontera con Brasil. Polvo, mosquitos, calor incesante y juegos de mesa los acompañan.
El tren da vida a 28 poblaciones por las que pasa dos veces a la semana.
Fátima Céspedes decidió darle a sus dos hijos el regalo de cumpleaños que les había prometido: un viaje en tren.
Morena, gorda, alta y de pelo alborotado se embarca en el vagón alquilado por la Empresa Ferroviaria Oriental a la compañía Bracha. Es azafata del ferrocarril hace un par de años. Sube con su único equipaje, un bolso negro con algo de ropa y una frazada delgada para cubrirse del aire fresco de la madrugada. Hace lo mismo dos veces a la semana. A diferencia de las anteriores ocasiones, la acompañan su hija de 12 años y su hijo de siete. Los tres abordan a las 12.00 en Santa Cruz de la Sierra con destino a Puerto Quijarro, en la frontera con Brasil. El recorrido es de 560 kilómetros.
La azafata y sus vástagos son los primeros en llegar al vagón. Los 60 asientos reclinables están vacíos. Pronto comienzan a ser ocupados. Un grupo de tres jóvenes comerciantes, un hombre de lentes, también vendedor, una mujer solitaria, dos turistas rubias de Israel, un matrimonio brasileño, un hombre gordo con la camisa abierta hasta la cintura y el vendedor de gaseosas del vagón...
Adelante, la locomotora pintada de verde y con las iniciales de la Empresa Ferroviaria Oriental carga diesel. Atrás, una fila de 22 vagones de colores desteñidos se extiende más allá del edificio de la estación.
Los pasajeros, presurosos, siguen comprando boletos y suben a los vagones. 155 bolivianos vale un ticket para viajar en el vagón de Bracha, donde se ofrece música ambiental, televisión, aperitivos y comida. 102 para el pullman, también con asientos reclinables. 65 el boleto de primera clase, donde los asientos son para dos personas, como los de un micro. Y 40 bolivianos para ir en segunda clase, con asientos de madera sin tapizar y sin posibilidad de reclinarse. Ahí la gente, con cajas, bolsos y paquetes en las manos, se apretuja por encontrar un lugar. La comodidad no importa.
Una hora
después de la fijada para la salida, el tren no ha partido de Santa Cruz. Dos hombres trabajan en la locomotora: le ponen un poco de agua, la encienden y luego la apagan nuevamente. Se ha calentado, justifican. Una hora después, a las 14.00, el tren se pone en marcha. Primero un movimiento brusco acompañado de un jalón que obliga a sentarse. Luego un chirrido. La locomotora parte. Se balancea. Todos los pasajeros mueven sus cuerpos a la derecha y a la izquierda repetidamente. Un par de bolsas incrustradas en el portaequipajes cae sobre unas cabezas. Los dueños se paran a recogerlas. El movimiento los hace lucir como equilibristas.
El tren sigue meciéndose. Los hijos de Fátima Céspedes se divierten, les gusta el balanceo que parece arrullarlos. Ella está sentada en el penúltimo asiento, al lado de una de las cuatro puertas del vagón. Ahí sopla y refresca el viento. En el cielo, el sol de las 15.30 calcina. Y los pasajeros buscan un soplo de aire que se cuela por las ventanas de 20 centímetros. Los seis ventiladores del vagón no funcionan. Se han convertido en un depósito de polvo que se levanta al paso del tren y que se pega a todo lo que choca contra él: a los asientos tapizados de verde claro, a las maletas, paquetes y bolsas de los pasajeros, a su ropa en la que dibujan líneas oscuras, a sus rostros, manos y cabellos.
La funcionaria se levanta de su asiento y recorre sin prisa todo el vagón hasta el otro extremo. Detrás de una cortina verde oscura, con rastros de polvo y comida, prepara el café. De ahí sale con una bandeja llena de pequeños vasos de plástico humeantes y cuñapés comprados un día antes. Están envueltos en servilletas de papel. Los pasajeros no han almorzado. Los comen gustosos. Preguntan por la televisión. No funciona, responde ella sin más explicaciones. Sigue su camino.
Mientras el vendedor de gaseosas ofrece agua, coca cola y cerveza fría, la hija de Fátima Céspedes recorre el vagón con un radio a pilas entre las manos. Uno de los comerciantes se burla. Dice que ésa es la música ambiental ofrecida. Sus compañeros de viaje no paran de reír. Las rubias turistas se sacan los zapatos y optan por pasar el tiempo sumidas en dos libros de bolsillo escritos en inglés. El matrimonio
brasileño las imita y se libera de sus sandalias.
Los comerciantes hablan en voz alta, mientras leen el periódico y se quejan del Gobierno y del ferrocarril. Es su medio de transporte y lo conocen bien. Hacen el recorrido cada 20 días. Al llegar a Puerto Quijarro se suben en una flota y viajan hasta Sao Paulo, donde compran ropa, zapatos, quesos, fiambres... Después emprenden el camino de regreso.
El tren avanza lento y bambonenate. En su contacto con las rieles emite un chirrido al que los oídos han comenzado a resignarse. Recorre 30 kilómetros en una hora sin dejar de mecerse. A las 18.00 se detiene. Se escuchan unos gritos: caféee, agua fría, chicha, cuñapés, empanadas de pollo, de queso, majadito, anticucho, presas... Un grupo de mujeres y niños toma por asalto el tren.
En sus manos llevan termos y canastas llenas de comida que las empujan por las puertas y ventanas. Son las venteras –vendedoras–, campesinas de los pueblos cercanos que esperan el instante en que la tierra emite pequeños latidos y se acerca un ronco silbato. Esa es la señal. El tren de la frontea ha llegado. Corren para vender su comida. Son instantes de lucha y malabarismo antes de que el tren parta y el pueblo vuelva a sumergirse en el silencio.
Ha comenzado a oscurecer y los mosquitos hacen de las suyas. Entran por las puertas y ventanas junto con el aire caliente. El cielo comienza a llenarse de estrellas y la maleza dibuja una oscuridad sombría. Los comerciantes buscan cómo entretenerse. Entre sus manos circula una revista Playboy que comparten con el vendedor de soda y el hombre de lentes.
Deciden jugar loba. Fátima trae las cartas y un maletín colocado sobre un asiento y cubierto con la manta a cuadros de un viajero hace de mesa de juegos. Comienza la partida. 50 centavos la mano. Dura una hora y el tedio es el único vencedor. Los cinco jugadores vuelven a sus asientos. Algunos intentan dormir. Otros miran distraídos por la ventana, aunque la noche ya no deja ver nada.
A las 21.00 el tren llega a Roboré. El ritual se repite. Un enjambre de mujeres se apodera de las vías. Y los pasajeros, hambrientos, bajan del tren en busca de la cena. Después de hacer un recorrido por la estación y mirar las ofertas, las
rubias turistas deciden no comer. Sacan de sus mochilas algunos paquetes de galletas y las comen con refresco. Los tres comerciantes y el matrimonio brasileño esperan su cena.
Una vendedora mete una cuchara metálica en una olla de majadito caliente y lo sirve sobre platos de plástico. El hombre de los lentes prefiere esperar la cena que sirven en el vagón. Fátima acaba de recogerla en esa estación. Un nuevo silbido ronco, la rieles crujen, los vagones se sacuden y el tren se pone nuevamente en marcha. Los pasajeros suben mientras la locomotora comienza a andar. En el Bracha empieza a distribuirse la cena. Las dos turistas comen y el hombre de la camisa abierta mira la suya con desgano.
Se inicia el campamento: es hora de dormir. Chamarras, sábanas, almohadas y chompas salen de las maletas. Los pasajeros se acomodan como mejor pueden, mientras el tren los arrulla y los mosquitos les silban en los oídos. Durante la noche y la madrugada ven pasar frente a sus ojos numerosas estaciones. El tren se detiene unos minutos. La gente sube y baja. La marcha continúa.
Al amanecer, el tren llega a San José de Chiquitos. El chillido de los fierros y el ir y venir de los funcionarios de la estación despierta a los pocos pasajeros que consiguieron conciliar el sueño. Los empleados del ferrocarril trabajan enganchando los vagones de un tren descarrilado. La espera dura una hora. La locomotora parte otra vez, ahora con 25 nuevos vagones adheridos al gusano de metal. Su marcha se hace más lenta. Así lo perciben los pasajeros que comienzan a recibir el desayuno: café y cuñapés del día anterior.
El tren sigue su marcha durante otras nueve horas. A su paso levanta polvo y desesperación entre los pasajeros. Algunos optan por pararse en las puertas. Y agarrados de un pasamanos sacan la cabeza para mirar afuera y respirar.
Son las 15.00 del día siguiente y el tren aún no llega a su destino: Puerto Quijarro. Han pasado 27 horas desde la partida y 28 poblaciones lo han visto cruzar. Los únicos pasajeros que mantienen el ánimo son los hijos de Fátima Céspedes. Allá está Quijarro, gritan y comienzan a contar las horas para emprender un nuevo viaje en tren, el que los llevará de retorno a Santa Cruz de la Sierra.